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Un hombre que amaba a los perros… y a la verdad

Por Amir Valle.

No creo haber leído hasta hoy una novela tan poderosamente corrosiva, tan esclarecedora y, especialmente, tan equilibrada a la hora de colocar a los personajes que habitan sus páginas en sus verdaderos pedestales de mortalidad e imperfección. Y por ello, la novela El hombre que amaba a los perros, escrita por el cubano Leonardo Padura y publicada por Tusquets se me antoja una obra realmente superior en el concierto novelístico de la narrativa cubana actual. Una novela que me atrevo a colocar en la cima de nuestras mejores creaciones, junto a esos otros clásicos que son, sin dudas, El siglo de las luces, de Alejo Carpentier, Mujer en traje de batalla, de Antonio Benítez Rojo y Memorias del subdesarrollo, de Edmundo Desnoes, por sólo mencionar algunas de aquellas que se ocupan de asuntos históricos imprescindibles.

Los cubanos, y buena parte del mundo, asistimos a la invisibilidad de un personaje que, contrariamente a lo que se nos dijo, había tenido un papel esencial en el desarrollo de esas relaciones capitalismo vs socialismo que marcaron la historia de todo el siglo XX (y llegando a marcar, también, nuestras vidas). Una historia de manipulación política, de ocultamiento de verdades y de falsificación de los más trascendentales hitos históricos de principios de ese siglo. Por ello, León Trovski sigue siendo, incluso hoy, un nombre que casi siempre se menciona cuando se habla de los hombres que junto a Vladimir Ilich Lenin protagonizaron la Revolución Rusa de 1917. Después, la mención más usual es la de “traidor a la causa del socialismo”, víctimas todos sin saberlo de la poderosa campaña ideada por Iosif Stalin para desacreditar a su más poderoso enemigo después de la muerte de Lenin.

Del otro protagonista de esta novela, el español Ramón Mercader, se conoce bastante poco, y realmente se habla de él todavía menos. Me atrevo a asegurar, incluso, que millones de cubanos no imaginaron jamás que en nuestro país se escondió por varios años ese hombre que tuvo el mérito (ante los ojos de quienes defendían el socialismo estalinista a cualquier precio) y el desatino (a los ojos de la historia y de los que aman la verdad) de ser la pieza de ajedrez movida desde el Kremlin por Stalin para asesinar en México a León Trovski.

Esas dos historias, de modo paralelo, se resucitan magistralmente en las más de 400 páginas de la novela El hombre que amaba a los perros. Pero, otra vez siguiendo mi apego a las obras literarias que nos hacen pensar, el verdadero mérito de esta novela es la reconstrucción que hace de toda una época donde las conveniencias políticas, las mentiras disfrazadas de verdad, las manipulaciones de los sueños de las masas populares de todo el mundo, fueron escenario y actores en una puesta en escena cuidadosamente preparada por eso que hoy muchos llaman “el imperialismo ruso”, tan criminal y deshumanizado como ese otro imperialismo que todavía hoy prevalece.

El largo brazo del poder totalitarista de Stalin aparece como un Dios omnipresente y omnipotente en esta novela, jugando con los seres humanos que logró engañar con sus malas artes en un tablero donde todas las piezas, esquinas y movimientos parecen estar corrompidos, como fue en la más cruda y dura realidad. Si Stalin es “el malo de la película”, Trovski no lo es menos, y tampoco lo es menos ese Ramón Mercader que, bajo diversos nombres, se oculta para acercarse al hombre a quien le habían ordenado matar. Justo es, entonces, que Padura decida incluir a otro protagonista: un cubano a quien el viejo Mercader contará buena parte de su vida en los pocos encuentros que se suceden en una playa habanera. Y aquí entra, de ese modo, la víctima mayor: un hombre de pueblo, quizás en representación de esos miles de millones de hombres traicionados como este cubano.

Cuatro aristas distintas para una desilusión: mientras León Trovski se desilusiona y se cuestiona las razones por las cuales un sueño se convierte en el engendro al cual él mismo dio forma una vez (aún cuando descargue la mayor culpa sobre Stalin); mientras Ramón Mercader (en la piel fingida de Jacques Mornard, Jaime López y Ramón Pávlovich) termina convencido de haber sido un títere en manos de la historia, del socialismo fracasado que vive en el final de sus días y hasta de sus seres queridos más cercanos; mientras el cubano Iván (hasta el momento antes de su suicidio) descubre, paso a paso, que los cubanos habíamos sido bestias de laboratorio en un experimento fatal, el socialismo, que había fallado incluso desde sus primeros años y en los papeles que deja antes de morir a su amigo Daniel Fonseca Ledesma trasmite su dolor por saberse parte de una generación perdida, descabezada; rueda ante nuestros ojos la verdadera cara de ese engendro tan cercano al fascismo que fue el socialismo bajo la égida soviética (padre todavía hoy reconocido, por desgracia, de la mayor parte de los socialismos que hasta ahora existen).

De otras excelencias prefiero no hablar, pues ya de sobra sabemos que Leonardo Padura es un escritor imprescindible en el actual panorama de las letras en lengua española. Como diría un amigo escritor: “el hombre escribe encopetadamente bien”. Y por eso sus personajes, vivos, sus historias de vida, creíbles y todavía vitales, y todos esos sueños que se descabezan en esta novela, dejan una apretazón molestísima, de dolor, en el pecho.

Esta es una novela, bien lo sé, que nada gustará a muchos intelectuales y gente común que hoy, todavía, no quieren abrir los ojos a la realidad que aquí se muestra. Para mí su lectura fue dura, dolorosamente afilada: es muy difícil entender que hayas vivido 39 de tus 43 años en una mentira que nació de un sueño justo, y todavía más difícil es aceptar que esa mentira fue alimentada, perfeccionada y amplificada (sabiendo la monstruosidad que cometían) por esos que prometieron al mundo (y todavía prometen) un lugar mejor que aún no existe y en el cual, como lo prueba Padura en El hombre que amaba a los perros, ni ellos mismos creen.

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