El deshielo en Gunlogsgade
Por Carlos Fruhbeck.
Mi apartamento en Copenhaghen está en medio de un doblez de un mapa turístico. Calle Gunlogsgade. Junto al Gran Canal. Lo abres, lo extiendes, lo pones al trasluz delante de una ventana abierta y sólo ves una línea brillante donde una vez hubo largas mañanas en pijama. La misma historia. Fumaba tabaco chino delante de un balcón abierto. Marca Houwang. Cajetillas doradas. El frío de Octubre no me importaba. Ni escuchar allá abajo el peso gris de una lengua incomprensible. Ni ver velas apagadas en las repisas de las ventanas. Ni escuchar los timbres de las bicicletas como una invitación a marcharme de allí lo antes posible. Lo importante era rezar porque anochezca. Un pitillo detrás de otro. Me había prometido que cuando terminara los cartones que me había traido de Asia mi vida cambiaría radicalmente. Otra vez la misma promesa. Había que darse prisa. Los mapas se rasgarían con un suave crujido. Sólo me quedarían grumos de ceniza sobre la camiseta.
Inventaba teorías sobre el apartamento. Decía que las sombras de sus futuros inquilinos habían llegado antes de tiempo. Por eso era imposible vivir allí dentro. Por eso salía poquísmo. Te observaban a hurtadillas mientras te duchabas en aquel baño de un metro cuadrado. A veces veías sus ojos vacíos a través del chorro de agua. Me decía que no vivía en Copenhagen. No. No podía ser. Copenhagen no existía. Todo era de ciencia ficción. La realidad era que vivía en un rincón dentro de mi alma. Allí estaban construyendo una enorme biblioteca de cristal al otro lado de un canal que se helaba poco a poco y que por eso dolía. Por eso los dobleces del mapa se abrían poco a poco.
Era imposible escapar. Al final, siempre acabaría allí dentro, con sombras que se sientan a mi mesa para preparar un plan de fuga. Que no saben que mi alma es un líquido denso que inunda poco a poco las ciudades hasta encerrar a sus habitantes para siempre dentro de sus casas. Porque todo acabaría por congelarse. El hábitat natural de la realidad es un bloque de hielo. Y que por eso todas las ciudades acaban siendo iguales. Llamaba a mis padres para pedirles dinero. En la provincia decían que había encontrado un trabajo maravilloso nada más llegar a Dinamarca. No podía ser de otra manera.
Había una mujer que preparaba en la Universidad cursos monográficos sobre la narrativa breve de Pirandello y el terrorismo italiano durante los setenta. De vez en cuando me decía que me iba a volver loco, que estaba loco, que me había inventado mi propio manicomio encerrándome con ella dentro de aquel apartamento. Lo decía mientras ponía la mesa y al final siempre los vasos acababan volcados porque la noche llegaba demasiado pronto, porque le había rezado demasiado y las sombras de la casa no conseguían encontrar un modo de escapar y se cansaban y acababan dormidas con la cara apoyada sobre un plato lleno de raspas de arenque y trozos de pan negro.
Las estaciones cambian y Copenhagen es una ciudad pequeña. La distancia que hay de Gunlogsgade a Nörrebro es de seis meses y dos o tres paradas de metro. Ya no me acuerdo. Los trenes son de acero y no tienen conductor porque basta mi dedo sobre el mapa para guiarles hasta su destino. Paseo con una mujer embarazada por el cementerio de Nörrebro. Junto a la tumba de Kierkegaard hay una rubia de unos veinte años que toma el sol en biquini sobre una toalla playera. A mi espalda, al lado de un panteón con una pared cubierta de hiedras, hay un grupo de adolescentes indios que juega al voleivol. Hay quien dice que me acabo de joder la vida. Que todas las decisiones que he tomado han sido radicalmente equivocadas. Inconscientes. Inconsistentes. Como mirar un mapa al trasluz y toparse de bruces dentro de un cementerio. Yo sólo pienso que ahora anochece a las once de la noche y las familias pueden preparar un picnic de sandwiches de salmón y mantequilla con su mantel a cuadros y todo mientras su hijo pequeño da saltitos sobre la losa austera de un músico de jazz.
Me digo que ahora hay luz, que esta noche amanecerá a las tres de la mañana y yo ya no me volveré a dormir. Sólo me sentaré a fumar delante del balcón. Y, mientras tanto, las sombras seguirán dando vueltas por la casa, hablando a susurros para no despertar a una mujer que duerme. Seguirán preparando su plan de fuga para cuando lleguen sus dueños legítimos. Dibujarán mapas tristes sobre papel de periódico escrito en una lengua incomprensible. Quizá la solución sea usar un meteorito para la huida. Este debería ser el momento preciso. Es nuestra última oportunidad. Porque la capa de hielo que cubría el canal se ha roto y se ha llevado con ella las huellas de las gaviotas. Porque han terminado la biblioteca, un cubo de cristal que está toda la noche iluminado. Ha llegado el deshielo. Hay que darse prisa. Quién sabe cuánto durará.