Crisis
Por Coradino Vega.
Tengo un deseo tan fuerte de ver disminuir la suma de desgracia y de amargura que envenena a los hombres.
(Carta de Albert Camus a Jean Grenier cuando su adhesión al Partido Comunista)
Escribo tras el primer partido de España en Sudáfrica. Imagínense ustedes mi cara de necio. Ayer una contertulia decía por la radio que no era oportuno hacer una huelga general, que el país debía permanecer unido en un momento como éste. Se refería al Mundial, por supuesto. Es el signo de los tiempos. Por mi parte, desconfío de la palabra «patriotismo». Mi abatimiento es similar a la decepción de un niño: la misma cara de tonto que cuando leí que sólo el 11% de funcionarios seguimos la huelga del pasado día 8. Hablo de lo que hasta no hace mucho se denominaba «política». Hablo de mí. De la tarea de opinar. Hablo también de fútbol.
Me pilla el inicio del Mundial leyendo la biografía de Albert Camus. Como dijo el autor de El extranjero, si me dan a elegir entre literatura y fútbol, yo también opto por el segundo. Me gusta leer memorias y biografías de escritores para pensar: «Coño, a éste le pasaba lo mismo». Un ejemplo es el excelente libro que Rosamund Bartlett escribió sobre Chéjov, que me ayuda ante el desconcierto que me provoca el mundo actual con esta cita del creador de El tío Vania: «No he adquirido todavía un punto de vista político, religioso o filosófico. Cambio de opinión cada día y consecuentemente he de limitarme a describir cómo mis personajes aman, se casan, se alimentan, mueren y hablan».
No hace tanto que, en España, fútbol y literatura mezclaban tan mal como el aceite y el agua. Me contaba el otro día Francisco Correal que tenía que ir a la Complutense con el As escondido entre los libros a finales de los setenta. En otros países se podía escribir de béisbol o fútbol abiertamente; aquí, el mínimo indicio de connivencia con el deporte desataba la sospecha de impureza cuando no la de ser un facha. Este divorcio lo desmontó Vázquez Montalbán. Después, fueron muchos los que se apuntaron. Los periódicos empezaron a escoger intelectuales para que representaran a la hinchada. Hoy esa propuesta se ha convertido en costumbre. Así, podemos leer con asiduidad a un reputado grupo de firmas en las secciones de deportes. A mí, en cambio, casi nunca me gustan esos artículos. Porque más que leer «sobre» fútbol, me da la sensación de estar leyendo «a» esos autores: la voz del escritor suele ser demasiado potente e inversamente proporcional a su autoridad de forofo. «Dios mío, no permitas que juzgue o hable de lo que no conozco y no comprendo», escribió también Chéjov en una carta.
Dice mi padre que uno no puede entender de fútbol si no se ha jugado la pierna practicándolo. Por eso, sostiene mi padre (que tuvo una rotura de peroné en el mejor momento de su carrera), rara vez hay buenos árbitros y periodistas deportivos. Entre los segundos se dan, no obstante, brillantes excepciones. No sé si Santiago Segurola o Ramon Besa han jugado mucho o nada, pero escriben con un conocimiento de causa del que carece la mayoría de los escritores que opinan de fútbol. Por lo general, prefiero las crónicas de aquéllos a las columnas de éstos. Chéjov de nuevo: «Es más fácil escribir de Sócrates que de una señorita o de una cocinera».
Es sabido que Camus dijo por su parte: «Lo que sé con mayor certeza respecto a la moral y a las obligaciones de los hombres se lo debo al deporte». Para mí, el fútbol, además de la mejor manera que tengo de acercarme a mi padre, es la infancia: el exiguo terreno de mi barrio donde jugaba con mis amigos y que, por entonces, me parecía enorme; los gritos con el 12-1 a Malta mientras los niños veíamos las repeticiones por la ventana porque preferíamos seguir jugando en vez de sentarnos frente a la tele; mi padre cogiendo en brazos a mi madre, subido en el sofá, con el penalti de Sarabia en la Eurocopa del 84; los goles de Butragueño en México’86 que permitieron que me levantara de la cama y terminar de ver el partido de madrugada; la Quinta del Buitre, el Dream Team, las ruletas de Zidane, los inverosímiles tantos de Maradona.
Hoy día recupero esa pasión cuando veo jugar a Messi, que regatea, cae y se levanta del suelo como si estuviera en el patio del colegio. Ver al Barça o a la Selección, más que una adhesión sentimental, es mi magdalena proustiana. Da igual que ganen o pierdan: cuando estos equipos juegan bien, ofrecen alegría a mucha gente. Y no hablo de pan ni de opio ni de lo que decía la tertuliana. Ni siquiera estoy hablando de fútbol.
«No seamos charlatanes ―escribió Chéjov― y digamos con franqueza que en este mundo no se entiende nada». Me resulta difícil encontrar fuentes de sentido estos días en los que leo la biografía de Camus para descubrir qué me pasa. El fútbol, para mí, es una de las más fiables. Me dedicaré a ver lo que queda de Mundial y después me iré de vacaciones con mi mujer del brazo, y con Camus y Chéjov bajo el otro. Trataré de discernir qué es lo verdaderamente importante. No sé si lo conseguiré. Pero seguro que hablaré de fútbol con mi padre.
Para Daniel Ruiz García
Herbert R. Lottman: Albert Camus (Taurus, Madrid, 2006). Ronald Aronson: Camus y Sartre. La historia de una amistad y la disputa que le puso fin (Publicacions de la Universitat de Valéncia y Editorial Universitaria de Granada, 2006). Rosamund Bartlett: Chéjov. Escenas de una vida (Siglo XXI, Madrid, 2007). Antón P. Chéjov: Sin trama y sin final. 99 consejos para escritores (Edición de Piero Brunello, Alba, Barcelona, 2007).