Teología política
Teología política. Carl Schmitt. Trotta. 2009. 184pp. 16 euros.
La perplejidad es algo que toma forma cuando uno se sienta ante el que tal vez sea –tal vez, sólo- el pensador más importante del siglo XX. Toma forma por el rigor de su exposición, la frialdad de sus conclusiones y la rotundidad de sus análisis políticos, sociales y jurídicos.
Bajo el título de Teología Política, dos escritos homónimos de Carl Schmitt –separados por un período de tiempo de casi cincuenta años- se contraponen enfrentando sus tesis. La labor del primer Schmitt, el de la primera Teología Política (1922), es la de esterilizar los anticuados conceptos de la soberanía absoluta, los mismos que manan de la Edad Media y que no pueden evitar referir en último término al Dios católico –Uno y Trino-, para dejarlos descansar ahora sobre un fundamento material.
De este modo, la secularización de la soberanía absoluta queda legitimada por una transposición que va de lo divino a lo humano; y las estructuras y jerarquías eclesiásticas servirán, entonces, como sustento del nuevo orden estatal y social, en el que la Iglesia quedará relegada al papel de mera comparsa y apoyo de éste.
Ya en 1969, Teología Política II es la respuesta a los planteamientos antagónicos de Peterson, quien postulaba la imposibilidad de una teología política. En este segundo trabajo de Schmitt se deja notar un cierto sentimiento de incomprensión por parte de una religión, la católica, que supo servirse de sus doctrinas cuando le convino, pero que, con el transcurrir de los años y el acontecimiento que supuso el Concilio Vaticano II, acabó desechándolas cuando un cambio de rumbo hacia la izquierda marcó el destino del catolicismo en los años posteriores.
Para Schmitt, siguiendo en esta tesis a los pensadores más reaccionarios de épocas anteriores como Hobbes y de Maistre, y quizá también a Donoso Cortés, la teología es la inspiración de toda política, provocando la caída de la primera la caída de esta última.
El «Epílogo» de la edición, a cargo del profesor José Luis Villacañas, es un acierto en dos aspectos: el primero de ellos por ser eso, un epílogo y no un prólogo, que no condicione la comprensión de los dos ensayos. La segunda cosa es que una vez leídos los dos opúsculos, la lectura del epílogo nos esboza una contextualización histórica que, en último término, nos resulta imprescindible para comprender aquellas tesis de Schmitt que se nos escaparían si no conociéramos sus más directas influencias.