Leer como al principio
Por Coradino Vega.
Terminé Autobiografía sin vida con una mezcla de admiración y complejo. La verdad es que no me enteré de la misa la media; menos mal que, el otro día, Jordi Gracia publicó un artículo en Babelia explicando de qué iba. Yo había seguido su lectura hipnotizado por la prosa de Féliz de Azúa, si bien me quedé con bastante mal cuerpo. Mi conclusión era más o menos la siguiente: según Azúa, la pintura ha muerto, la poesía ha muerto, la música ha muerto, la novela ha muerto, el arte en general ha muerto; pero qué endemoniadamente bien lo decía Azúa… Decir sin embargo no es lo mismo que explicar. Y aunque pude atisbar por dónde iban los tiros (la elipsis, la esencia, el concepto, la edad), he de reconocer que la argumentación me pareció abstrusa y de una impronta apocalíptica como para tirarse de un rascacielos.
Azúa era hasta hace no mucho, en mi opinión, uno de los tres mejores ensayistas de España (los otros dos eran Savater y Rafael Sánchez Ferlosio). También era un novelista al que leí con interés cuando me dio por la novela de corte franco-germánica, ya se sabe, Walser, Sebald, Vila-Matas y todo aquello que se opusiera a la trama y le declarara la guerra al realismo (ya fuera éste mágico, sucio, español o centroafricano). Y digo “era” porque, a tenor de lo que viene a decir Azúa, hoy ya no se puede seguir siendo prácticamente nada. De Azúa me interesaron sus Lecturas compulsivas, sus escritos sobre Baudelaire y su Diccionario de las Artes, lo mismo que me interesaba, por la misma época, el postestructuralismo francés y del que tampoco me enteraba de nada. Admiraba su arrolladora capacidad de intelectualizar: esa misma inteligencia que, descubro ahora por el artículo de Gracia, los críticos echaban de más en sus novelas. A mí me gustaba porque parecía francés. Y por entonces a mí todo lo francés me gustaba mucho porque participaba de la creencia más bien provinciana de que todo lo español era una mierda y sólo podíamos sacudirnos la caspa mirando fuera.
Tras leer el artículo de Gracia he comprobado que he leído el libro de Azúa “rematadamente mal o, al menos, muy pobremente”, y por lo tanto me he sentido como un gusano. Me ha hecho pensar que quizás también he leído rematadamente mal o, al menos, muy pobremente Las teorías salvajes de Pola Oloixarac, que ha convulsionado la novela hispana, y en este caso es verdad porque no fui capaz de sobrepasar la página cuarenta. Reconozco que, como cualquier ciudadano al que le hayan publicado una cosa, tengo mi dosis de vanidad y que leo los suplementos culturales de forma torticera. Es parte del juego en el que te metes con mayor o menor autocontrol y grado de conciencia. Pascal decía que todos los problemas del hombre venían de su incapacidad de quedarse tranquilo en casa. Ahora eso es aún más difícil: está internet, los blogs, el ágora del Facebook. Uno tiene que hacer un esfuerzo ímprobo por no asomar la cabeza, y yo al menos ―precisamente porque pretendo aparentar lo contrario― soy débil, rastrero y demasiado humano.
Confieso que estoy poseído. Que, como decía mi madre, de tanto leer me he vuelto un desequilibrado. ¿Quién dijo eso de que uno lee para ser más feliz o más sabio? Lejos queda el asombro virgen con el que descubrí a Cortázar, a Rulfo, a García Márquez: cuando terminé de leer mi primer cuento de Borges, pegué un grito que asustó a mi familia; cuando acabé El jinete polaco, decidí que yo también quería ser novelista. Mi mirada, en cambio, se ha ido intoxicando tanto que ahora veo que cualquier reseña que escribo, cualquier comentario, cualquier opinión que perpetro contra un libro, no es otra cosa que la inflexible y empequeñecida forma de apuntalar un prejuicio arraigado: el tipo de literatura que me ha acabado interesando. Por eso mi crítica carece de todo valor. No hay nada más subjetivo que el gusto y hace tiempo que me despreocupé de intentar explicar qué es para mí el arte, la calidad, una buena obra literaria. O me gusta o no me gusta, lo siento, me he vuelto así de convencional y perezoso. Sé de los riesgos que entraña esta laxitud. Pero en contra de lo que demuestran las decisiones de la mitad de mi vida, yo no quiero ser un intelectual. ¿Qué coño es un intelectual? Y ¿por qué el intelectual no se permite nunca emocionarse en público? He aquí la consecuencia de mi saturación y de mi rigidez. Destruir es muy fácil. En literatura, cabe todo lo que esté bien hecho. Sin embargo, falta humildad y voluntad de aprendizaje. Que decidan los lectores, los críticos, el editor. No me gustaría que me pasara lo que a Manuel Rivas en relación con el artículo de Azúa “La novela europea o un baile de disfraces” (publicado en El País el 27 de mayo), aunque ―se me escapa, se me escapó― a escala ridícula ya me ha pasado. Suficiente tengo con convivir con el que se sienta conmigo en la taza del cuarto de baño.
Féliz de Azúa: Autobiografía sin vida (Mondadori, Barcelona, 2010).