Julio Alejandro: una labor callada.
Por Luis Muñoz Díez.
El festival de Cannes de 2010 no ha tenido representación oficial española en su 63ª edición, algo habitual e inexplicable que viene sucediendo en los últimos años. El festival coincidía con el semestre en que preside España la U.E. El ministro de cultura francés, Frederic Metterrand, y su homóloga española, Ángeles González-Sinde, encabezaban un homenaje a don Luis Buñuel, celebrando los cuarenta años, tan bien llevados, de Tristana. Con el homenaje se buscaba el acercamiento cultural entre los dos países. Pero el caso es que ninguna película española ha sido invitada al festival.
La ovación cerrada se la lleva la mítica Catherine Deneuve, la “triste Ana”, como le llamaba don Lope-Fernando Rey en la recreación, fuera de tiempo, que hizo de Galdós el maestro de Calanda. Acomodados en varias nubes algodonosas del apacible cielo azul de la riviera francesa, unos invitados de excepción, miran el acto. Una nube tiene forma de islas Canarias, otra forma de México y la tercera forma de Aragón. En la que tiene forma de islas Canarias asististe, distraído, Pérez Galdós, más interesado en el presente y satisfecho de cómo su paisano, Javier Barden, vuelve a tocar el cielo premiado por su interpretación en Biuttifful, del mexicano González Iruña.
En la que tiene forma de Aragón se celebra verdaderamente la fiesta. En ella, presidiendo el festejo, Buñuel y su guionista Julio Alejandro, beben y ríen junto con todos sus invitados: don Lope Tristana, Viridiana, Simón del desierto, Nazarín, García Lorca, María Felíx, etc. Dalí también estaba invitado pero Gala no le ha dejado ir porque lo tiene encerrado pintando la eternidad. Todos rememoran otra confabulación de parecidas fuerzas cuando, en esa misma croisette, le otorgaron la Palma de Oro del festival de 1.961 a la producción México-española Viridiana, dirigida por Buñuel y escrita también, como ésta Tristana, por Julio Alejandro.
De Buñuel y de Tristana se ha dicho todo, bueno, justo y merecido, pero hoy quiero resaltar la labor callada del guionista, en este caso, julio Alejandro. De ellos, ni en el mejor de los casos, nadie se acuerda. El éxito de las películas se achaca al director y la fama se la llevan sus intérpretes, pero si la cosa sale mal sí que se cita al guionista “con un guion tan flojo poco pudo hacer”. Pero los guionistas existen y hacen una labor callada, casi anónima, son el andamiaje y el cincel que permite al director tallar la historia en imágenes y, para los intérpretes, son el faro guía que les otorgan el don de la palabra.
El gran José Luis Borau, aragonés también, y se le nota, decía, ilustrando la resignación que debe tener todo guionista, “algún día se admitirá públicamente la buena tajada de gloria que en el creciente, aunque tardío, reconocimiento internacional de Galdós corresponde al maestro de Calanda. Mucho me temo, en cambio, que de tal tajada ni siquiera algunas migajas lleguen a Julio Alejandro. Y eso que sin su fiel colaboración, dicho sea con todos los respetos, incluso a nuestro don Luis le habría resultado difícil coronar la empresa con parecido acierto. “Se la vi”, rezaba cierta vez en un burdel mexicano, queriendo significar, naturalmente, “C’ est la vie”. Gajes del oficio, como decimos nosotros”.
Julio Alejandro era un mito entre intelectuales por las leyendas que se contaban sobre él. Era uno de de los personajes sumergidos de la generación del veintisiete. Teniendo como profesores de Filosofía a Ortega y a Gaos. La vida le obligó a ser genio privado, disgregado en múltiples oficios como marino. Fue ayudante de los ministros republicanos Girar y Prieto. Y como poeta, su primer poemario fue prologado por el mismo Antonio Machado. Guionista, junto con Buñuel, de famosas y galardonadas películas como Viridiana, Tristana o Nazarín. Su condición de republicano le obligó a ser nómada itinerante, testigo de la guerra del opio en Shangai, prisionero de los japoneses durante la invasión de Filipinas, en cuya cárcel fue brutalmente torturado. La leyenda llega a contar que incluso fue castrado por venganza. “Estos elementos lo convertían en el héroe más deseado en todas las tertulias” afirmaría Manuel Vincent, que con José Luís García Sánchez fueron testigos accidentales de su muerte, una muerte dulce y educada, muy de cine. Llegó sin anuncio, lo sorprendió a sus noventa años una tarde de septiembre entre el Mediterráneo y la sierra de Aitana, mientras charlaba con García Sánchez y Vincent. El mismo Vincent, contribuyendo a la leyenda, contó su muerte, primero en El país y, posteriormente, en un libro. Por lo que le conocía, creo que hubiera estado de acuerdo, tanto con su forma de morir cómo con lo escrito por Vincent. Él era también escritor, no hay que olvidarlo.
Su vida fue una aventura vital sin tregua de la que volvió con el laurel en la sien. Víctor Erice añora, de algún modo, sus vivencias cuando escribe “nacidos en medio de la miseria, material y moral, que toda guerra -sobre todo si se trata de una guerra civil, la peor de todas- deja tras de sí, es muy probable que la mayoría de las gentes de mi generación jamás lleguemos a cumplir del todo aquella suerte de ideario juvenil forjado al compas de la lectura de una serie de libros y la visión de un montón de películas. Hombres cómo Julio lo han hecho antes por nosotros, han llevado a cabo el viaje que quizás nunca realizaremos”.
Julio Alejandro, que fue mi tío hasta que murió, era una verdadera fuerza de la naturaleza, asimiló las tremendas experiencias de la vida, pero no le arrasaron a pesar de la dureza. Paco Ignacio Taibo escribió de él y de su peculiar carácter: “La cabeza de Julio, sin embargo llama a engaño, ya que siendo tan berroqueña por fuera, es tan porosa, cálida y dulce por dentro. Cabeza tramposa que finge ser lo que no es, podríamos nombrarla gran capitán en Venecia o pirata en el Mediterráneo… Frente a la cabeza de Julio yo me mostré respetuoso y temeroso. Hasta que lo conocí por dentro”. Esta descripción de Taibo, es rica y precisa: irónico, pero dulce, educado hasta lo exquisito, sabio y divertido, te hacía olvidar constantemente su edad. Yo lo conocí siempre viejo, me llevaba más de cincuenta años. Conmigo fue generoso y atento, tuvo la generosidad de prologar y presentar mi novela Provisional. Me animo a escribir en un momento en que yo le había perdido el gusto, dedicado a hacer telecomedias. Le gustaba que lo visitara y a mí me gustaba hacerlo, todo lo que contaba era como una fabula ajena a la propia vida. Para dar una pincelada de su sutil carácter, utilizaré una descripción, muy precisa, que de él dio Adolfo Marsillach “Con Julio el mundo es de otro modo: un lugar a inventar cada minuto al ritmo alborozado de las maracas de Veracruz y a la sombra perfumada de los naranjos de Javea. Un misterio de mediterráneo y caribeño que guarda bajo siete llaves su corazón excepcional”.
Poco más puedo decir de él, lamento que por la edad me han quedado muchas preguntas sin respuesta. Perteneció, por derecho, a esa república que es el cine por encima de países y ceremonias oficiales o propósitos políticos. Pero hoy, sin necesidad de invitación oficial, está en su nube con forma de Aragón, tomando un dry Martini con don Luis Buñuel.
Hermoso, feliz, encantador y conmovedor artículo sobre un personaje de fábula. Uno de tanto «anónimos» en el mundo del cine víctimas de la brutal injusticia de obras donde sólo se promociona el nombre del director, muchas veces «un don nadie» sin sus colaboradores más directos.