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De sótanos y azoteas

Por Juana Cortés.

De sótanos y azoteas, recientemente publicada por la editorial Castalia, es la obra ganadora del Premio Tiflos de Relatos 2009 (entre cuyos ganadores se encuentran algunos de los mejores cuentistas de este país, como Gonzalo Calcedo, o Félix J. Palma). Con este libro Juan Carlos Fernández León deja de ser el escritor primerizo, gestado en los mil y un concursos literarios de nuestra geografía, todavía desconocedor de sus posibilidades y sus límites, para revelarse como un autor maduro, que domina el género del relato y lo demuestra con la solidez de su escritura.
El libro contiene nueve cuentos de corte costumbrista, social, que nos narran historias de un barrio de la periferia de Madrid. En cuanto a las coordenadas temporales los cuentos nos llevan desde la infancia y adolescencia del autor, pasando por los primeros años de la democracia, los ingenuos ochenta, hasta una época más actual, situándose en concreto uno de los relatos (Diario de la operación Masacre) en fechas posteriores al 11M. Respecto al título del libro, que es también el de uno de los relatos, corresponde a una frase del mismo: “… es una cuestión de perspectiva, de mirar desde arriba o bien desde abajo. De sótanos y azoteas”. La cita, referida en el texto a la edad, se puede aplicar fácilmente a muchos otros conceptos. Además, el título es sugerente y hace pensar en un recorrido, en un camino entre dos puntos bien diferenciados, entre los cuales se desarrollan estos relatos.
El barrio del que nos habla Juan Carlos Fernández León es ese espacio que todos nosotros, de alguna manera, conocemos. En estos relatos aparece el barrio donde se vive, pero sobre todo donde se sobrevive. Son historias en las que la desesperanza lo tiñe todo de color ceniza, en las que se respira una cierta asfixia vital porque las limitaciones de los personajes son muchas, al igual que sus miserias y dificultades. Unos son puros supervivientes, otros futuros condenados. Historias en las que la realidad se doma con la ayuda de la heroína, las pastillas, la marihuana o el alcohol. Aditivos que hacen soportable el día a día en este mundo de claroscuros, cuyo olor es el de la tasca, el de los calamares aceitosos, y su paisaje el de los coches abandonados y los campos de fútbol sin porterías.
Siempre dentro de los márgenes de una literatura realista, social, los cuentos desbrozan en sus tramas aspectos como el incesto, la unión y el reconocimiento en el grupo, la soledad, el honor, los ídolos de pies de barro, los seres luminosos con las entrañas rotas. En la lectura se aprecia igualmente el temblor súbito de quien ha vivido momentos decisivos, de quien conoce el vértigo que produce mirar hacia atrás. La droga (presente en muchos de los relatos), la delincuencia, son amenazas, pero también caminos para la subsistencia. A pesar del disfraz que elijamos, seguimos siendo del lugar del que procedemos, parecen decir estos personajes. Y es que su capacidad se gestó allí, al igual que sus debilidades. Y por mucho que las cosas cambien, por mucho que algunos de los personajes consigan prosperar, en algunos momentos las raíces se tensan y susurran los nombres de los que se quedaron atrás; los más audaces, los más tontos, los que creyeron que tenían que demostrar algo y, sobre todo, los más débiles. Existe un vértigo, una cierta sensación de culpabilidad difícil de explicar, en aquellos que salieron adelante, los que se alejaron del barrio. Culpabilidad nacida quizás de la suerte de no haberse enganchado, de haberse salvado en la ruleta rusa del sida, o simplemente de no tener acumulado un número demasiado grande de muertos sobre las espaldas.
La mirada del autor (en general utiliza la primera persona en la narración, con buenos resultados) no nos evita la sordidez. Es una mirada afilada que, como una navaja, va diseccionando las penurias en un acto de casquería poética. Porque la poesía es un antídoto, una forma de neutralizar la caída al abismo. La prosa de Juan Carlos Fernández León es rica, está bien alimentada, con un regusto clásico que en ocasiones se torna intrépido. Y esa poesía de la que hablaba lo filtra todo como una lente, y envuelve los detalles con papel irisado, produciendo en momentos imágenes tan bellas como desquiciantes.
Sin embargo, el autor sabe cuándo conceder un descanso y nos muestra oportunamente las rendijas por las que acceder a la ternura. Porque también hay un espacio para el amor (torcido, pérfido, amañado pero grandioso, en el caso de Tatuajes o Cómplices, o más puro en Se van a ver las navajas), para la amistad (presente en casi todos los relatos, si bien se puede destacar en Los imperdibles de la memoria o De sótanos y azoteas), para la compasión (La alquería), para la admiración (Los antagónicos), para la complicidad –vecinal- (Soneto). Esa luz tenue, indirecta, ilumina algunos momentos de estas historias, aligerándolas, dotándolas de una felicidad inconsistente y etérea, y alimentando a fin de cuentas el germen de la ilusión. De entre estos relatos destaco, siguiendo un criterio puramente personal, La alquería, una historia narrada con una prosa más austera, donde un sillón ergonómico representa quizás el lugar que todos buscamos en la vida. En este relato se describen las relaciones humanas sutilmente, con cuidadosas puntadas que cosen la frustración con la esperanza.
Para terminar, quería comentar que De sótanos y azoteas consigue algo que se considera un valor añadido en los libros de relatos, y es el hecho de que, además de disfrutar cada uno de ellos en su individualidad, los cuentos sumen, produciendo entre todos ellos un efecto conjunto. El libro posee una atmósfera uniforme, que se palpa y se huele, en la que el lector se siente inmerso, incluso atrapado. Otro elemento que sirve como nexo de unión es la repetición de algunos personajes en diferentes relatos, ofreciéndonos distintos momentos de su evolución, y logrando con pequeños guiños la complicidad muda del lector.

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