Historias de Max
Por Coradino Vega.
Amo Italia desde que conocí a Max. Fue hace diez años: se me coló en la larga fila de erasmus que esperaban su acreditación en la universidad de Saint-Denis. El muy gañán sólo lo reconoció el año pasado, en Turín, adonde fui a visitarle a él y a Gianluca, su hermano gemelo, que me recibió en el aeropuerto y me llevó directamente a una curandera gordísima y tatuada que lo trataba de ataques de pánico. Por allí también había una mujer elegante y rubia. De camino querían que yo me hiciera un masaje en aquella habitación llena de humo y de gatos. Sólo después fuimos a recoger a Max a la estación a la que llegó con un tren de retraso, de París, donde sigue viviendo la mitad del año. Entonces me enteré de que la mujer rubia era su madre.
Los fratelli De Serio filman sus premiados cortometrajes a cuatro manos. Además de cineastas, también son artistas conceptuales: hacen instalaciones y happenings en el marco de la globalización. Su mejor corto, María Jesús, va de una inmigrante latinoamericana que es abandonada en una gasolinera al llegar a Italia después de pagar una fortuna: el último plano de la mujer en silencio, cuyo rostro muta de la confiada espera a la toma de conciencia y a la desesperación, pone los pelos de punta. Por lo demás, Massimiliano De Serio, alias Max, te hace vivir intensamente, sentir eso que llaman juventud tengas la edad administrativa que sea. Lo mismo roba un catálogo de Duchamp en la Neue Nationalgalerie, que se sube corriendo a un tranvía de Lisboa detrás de la chica que acaba de conocer (dejándote con la palabra en la boca), que alaba el parecido de una señora con María Antonieta en el RER destino Versalles, que falsifica un carné de prensa en la Berlinale a nombre de Juliette, que usurpa una suite de lujo en un hotel del centro de Valencia, que convence al espiritual Wolfgan Laib para rodar una performance de brahamanes en la Fundación Merz (mientras a Gianluca le dan tres ataques de pánico), que se emociona escuchando a Luigi Tenco bajando Superga conduciendo como un demente mientras discute por teléfono con su ex novia y te cuenta la tragedia aérea del Torino en esa colina. Es un sinvergüenza, un estafador, un irresistible Mastroianni poscontemporáneo: una de las pocas personas, en definitiva, que me ha cambiado la vida. Parte de la mirada que tengo sobre el mundo se la debo a él. Y de ahí viene mi amor por Italia.
Puede que La mejor juventud sea una de mis películas favoritas porque me recuerda en todo momento a Max. Hijo de una joven pareja de Calabria que emigró a Turín en los años setenta, él para trabajar en la Fiat y ella en la burocracia, sus padres rezuman una fe en la libertad y en la cultura que propicia que sus treintañeros vástagos sigan viviendo de las subvenciones de los certámenes de arte y la tarjeta de crédito familiar, y que puede que venga de los tiempos en los que militaban en el Partido Comunista Italiano. Luego se reciclaron en el grupo de D’Alema y, ahora, aunque bastante escépticos por el espectáculo en que se ha convertido la política en general, siguen siendo leales al PD (me llevaron a un surrealista mitin de esta variopinta coalición en el popular barrio de Falchera, donde el padre preside una asociación deportiva para integrar inmigrantes, y en el que creo que acabé bailando una especie de samba con una jubilada) con tal de que deje de gobernar aquel que inaugura una cumbre sobre el hambre con las siguientes palabras: “Quiero saludar a todos los asistentes, pero muy en especial a las bellísimas delegadas”, o repite que vive bajo el terror de un Estado policial, o se autoproclama el Ungido del Señor, o grita que acusarle a él de corrupción es como acusar a la Madre Teresa de Calcuta.
Esto último lo cuenta Enric González en el hilarante monólogo construido con frases literales de Berlusconi de Historias de Roma, el genial librito que hizo que volviera a Italia la semana pasada. Tengo sólidos argumentos para afirmar que Enric González es mi escritor español preferido: porque tiene un sublime sentido del humor, porque ha vivido en algunas de las ciudades que más me gustan, porque es hijo del viejo Silver Kane, porque sabe mucho de fútbol y de cervezas y de casi todo por lo que creo que merece la pena vivir, porque tiene agallas y porque aclara la confusión ideológica que me provoca el presente con una sencilla minima moralia: “No soy un fanático de la especie humana, fruto de la evolución y de la supervivencia genética de los ejemplares más astutos y agresivos. No creo en Dios porque nunca he percibido indicio alguno de su existencia, pero mi escepticismo ante lo humano es tan grave que defiendo una forma de vida técnicamente insostenible e indudablemente conservadora: pensar y obrar como si Dios existiera, como si hubiera que rendir cuentas; recurrir, en fin, a aquello que antes, cuando existía, se llamaba conciencia”. Además de todo eso, y por si no fuera suficiente, Enric González es mi escritor español favorito porque precisamente no es escritor, al menos en el sentido que en España se le da al término, pues a mí me parece que escribe alta literatura. Así que, como hice en su día con sus libros sobre Londres y Nueva York, nada más terminar Historias de Roma allá que me fui a comer alcachofas a la judía, contemplar la ciudad desde San Pietro in Montorio y pasear por la via Margutta en honor a Fellini, que creó un universo muy semejante a lo que es la vida al lado de Max.
Gianluca & Massimiliano de Serio: María Jesús (en www.youtube.com/watch?v=iQXavCzWX2U). Marco Tullio Giordana: La mejor juventud (2003). Enric González: Historias de Roma (RBA, Barcelona, 2010)