De mecánica y alquimia, de Juan Jacinto Muñoz Rengel
Se podría escribir una tesis doctoral sobre el libro de J. J. Muñoz Rengel. Yo sólo escribiré un artículo.
Lo primero que haré notar es la naturaleza ambigua del libro, que nada con astucia entre las aguas –aunque emparentadas, tan distintas- de la fantasía y de la ciencia ficción. El problema de género en este caso no es baladí, pues el mismo autor nos deja clara esta escisión a partir del título, De mecánica y alquimia, en el que ya existe una división esencial entre la mecánica, que alude a las leyes físicas y científicas de lo posible o lo probable o lo imaginable a partir de lo real; y la alquimia, que es considerada como más cercana a la magia, a los misterios de la cábala o a procedimientos milagrosos que a la ciencia misma.
Así, cuentos como “El libro de los instrumentos incendiarios” o “El relojero de Praga” son mecánicos, mientras que otros como “Lapis Philosophorum” o “La maldición de los Zweiss” son alquímicos. Sin embargo, el lector avisado comprenderá enseguida, en cuanto se interne en este libro profundo y embriagador como una sima, que los límites entre esos dos mundos van a ir derritiéndose, y que lo que hoy es sueño, pesadilla, ilusión o herejía, mañana se transformará en realidad, y que no sólo lo posible o lo probable se materializará, sino que lo imposible y lo improbable también tendrán su espacio propio. Por si fuera poco, ambas caras se mezclarán con una armonía casi aberrante, dando lugar a un panorama que, sin duda, sobrepasará cualquier expectativa.
Y es que Muñoz Rengel sufre esa misma fascinación por el trampantojo, por los juegos de prismas y perspectivas que caracterizaba a nuestros más ilustres artistas del siglo de Oro. Sus personajes parecen extraídos de un transparente similar al de la catedral de Toledo, sólo que en lugar de ángeles y apóstoles son seres venidos de otra dimensión, hombres convertidos en esponjas gigantes, golems animados por el arte de la cábala, autómatas dorados que viajan en un tren solitario en una era postapocalíptica.
La voluntad del autor por unir cada uno de los cuentos en un todo orgánico da lugar a un Frankenstein literario. A pesar de que cada uno de estos cuentos puede funcionar –y funciona- por sí mismo, en el momento en que son ensamblados adquieren una identidad distinta, piezas de un robot Transformer que de pronto alzara su rostro entre la chatarra de un vehículo corriente. Entonces nos damos cuenta de hasta qué punto ha sido ambicioso el autor, sentimos que los límites de las obras se desdibujan, meras escamas de un pez prodigioso del que sólo alcanzamos a ver una pequeña parte hasta el final mismo.
Por otro lado, la variedad de tonos es pasmosa. Desde “El libro de los instrumentos incendiarios”, que incurre en el género policial hasta “Pasajero 1/1”, de tintes apocalípticos teñidos de una mística cercana a la poesía, se pasa por lo fantástico macabro de “La maldición de los Zweiss”, el género de fantasmas en “El faro de Os Baixos”, la invención filosófica de “Res cogitans” o el futurismo lírico de “Brigada Diógenes”. Vamos avanzando en el tiempo como si viajásemos en una enloquecida máquina de Wells, desde la Edad Media hasta un futuro imaginado a partir de lo que va sucediendo en cada uno de los cuentos anteriores. Pero también recorremos países diferentes. La corte árabe de Toledo, la Praga prerrenacentista, la Provenza francesa, los valles tenebrosos de Baviera, las costas cristalinas del sur de Grecia y por fin, la Inglaterra victoriana.
Porque uno de los gérmenes que contaminan las páginas de este libro proviene de los autores victorianos. Nombrados o sugeridos por el propio protagonista en “El sueño del monstruo”, surgen ante nuestros ojos el Frankenstein de Mary Shelley y las invenciones imposibles de H.G. Wells. Pero también están Poe, y Julio Verne, y puede que incluso Hoffman o Lovecraft. Sin embargo, me gustaría aludir a dos influencias –no sé si conscientes o no– que quizás no salten tanto a la vista. Se trata del modernismo hispanoamericano y de la ciencia ficción estadounidense, en concreto Ray Bradbury e Isaac Asimov.
El lector advertirá rápidamente que el estilo de J. J. Muñoz Rengel en este libro va evolucionando desde un lenguaje rico en ornamentos, que se deleita –sin perder fuerza narrativa– en la sonoridad de los nombres extranjeros, en el exotismo de los paisajes, culturas e invenciones descritas, hacia otro estilo más sucinto, alejado de las referencias culturales o históricas, que corre como un volcán hacia el centro mismo de la Tierra. Y es en este primer estilo donde encuentro –donde puedo oler– la estela de autores como el Lugones de Las fuerzas extrañas, el Borges de El Aleph e incluso el Rubén Darío de los Cuentos fantásticos. Son éstas manifestaciones más o menos tardías del modernismo literario, proclive al lenguaje alambicado y los escenarios exóticos, con ese gusto irrepetible hacia la sabiduría y la sensualidad orientales. Y aunque sólo el primero de los cuentos cuadre en este ámbito, hay algo de ello, mezclado con esa tiniebla victoriana y con cierto racionalismo, en muchos de los cuentos restantes.
En cuanto a Bradbury, las últimas piezas –en especial “Brigada Diógenes” y “Pasajero 1/1″– podrían incardinarse en esa narración futurista, más poética que científica, de las Crónicas marcianas, ciertos cuentos de Las doradas manzanas del sol o Farenheit 451. Las elucubraciones filosóficas de Asimov aparecerían en “Res cogitans” únicamente, aunque existe profundidad de pensamiento en toda la obra de Muñoz Rengel. Por mencionar un solo ejemplo, ese chispazo de taxidermia emocional de “Te inventé y me mataste”, en el que se ahonda en las contradicciones de todos los que aman apasionadamente, que en muchas ocasiones terminan por odiar con la misma intensidad a quien antes habían adorado.
Me gustaría incidir en la sobrenatural capacidad de este autor para dar vida a personajes literarios. Lo hace desde múltiples puntos de vista, tratándolos ora con ternura, ora con una inusitada crueldad, pero siempre desde un respeto que los anima, forjando seres de carne y hueso que llegan a emocionarnos con su forma de sentir o pensar o simplemente vivir. El gordo y perspicaz Al-Mustansir, el relojero Hans de Ruze y su patoso neófito, el simple Jean Sansnom y el fraile alquimista Alexandre de Arnim, los terribles y trágicos Zweiss, el farero Lourenzo Mariño o el capitán de la brigada de basureros Diógenes son caracteres únicos, alejados de cualquier patrón preestablecido y por ello seres entrañables, admirables, dignos de lástima o perdón, pero siempre tan humanos como cualquiera de nosotros.
Si el que lee estas líneas está familiarizado con las obras alquímicas, sabrá que son libros repetitivos y oscuros, en los cuales el iniciado se sumerge sin saber bien qué va a encontrar. Conforme avanza en su lectura, en muchas ocasiones tiene la sensación de no estar entendiendo nada, y es común –según dicen– que se tenga que reiterar la lectura una y otra vez, sin descanso, realizando los experimentos exigidos, hasta que se comprende el sentido. Es un camino desde la oscuridad hacia a la luz en el que, paradójicamente, el texto va desde lo comprensible a lo aparentemente absurdo. Lo mismo sucede, salvando las distancias, con De mecánica y alquimia. Los cuentos, que van desde el clasicismo más tradicional a una modernidad que roza lo vanguardista, emprenden un camino de no retorno en el que nos embarcamos al leerlo. Quien se adentre en ellos irá caminando de la mano de la mente ideadora de Muñoz Rengel, desde una perplejidad atónita, hacia una luz final, que no deberá buscar entre sus páginas sino en su propio interior. Porque es éste un libro que merece –y creo que exige– no una lectura, sino varias, para llegar a comprenderlo por completo, para llegar a entender que la verdadera alquimia es la de la imaginación y que toda imaginación es, en sí misma, una partícula de realidad.