Tres vidas de santos
Tres vidas de santos. Eduardo Mendoza. Seix-Barral. Barcelona, 2010. 192 páginas. 16,50 euros.
Decía Julián Marías que dentro de la literatura él distinguía dos modelos: “el personaje” y “el caso”. Para ilustrar esta teoría Marías recurrió a Robinson y a Don Quijote. Mientras que Robinson está definido por su situación de náufrago (si me lo encuentro en Londres no lo puedo reconocer), explicaba el genial filósofo y ensayista, D. Quijote es una manera de ser, una manera de estar instalado en el mundo, es siempre reconocible, por lo tanto D. Quijote no es un “caso” sino un “personaje”.
Eduardo Mendoza no tiene costumbre de utilizar “casos” sino “personajes” y ésa es una de mis grandes motivaciones para confesar en voz alta que soy mendociana -igual que Calisto exclamaba “¡melibeo soy!”, tal era su pasión que en tiempos de inquisición vigente comparaba a su amada con Dios-. Yo no llego a tanto, más que nada porque soy politeísta, pero sí puedo afirmar sin ruborizarme que soy mendociana y que Mendoza tiene la irritante manía de escribir las historias que me gustaría escribir a mí.
En Tres vidas de santos me he encontrado con otro personaje estrictamente “personaje”: Antolín Cabrales. (Permitidme un inciso que además coloco entre paréntesis: Tres vidas de santos se nos presenta como un tríptico. Yo no he sido capaz de encontrar el pretendido nexo -¡seré torpe!-, yo juraría que son tres relatos independientes que coinciden exclusivamente en el hecho de estar escritos por un señor que maneja los recursos lingüísticos y literarios de una manera excepcional). “El malentendido”, una maravillosa ironía centrada en los escritores y/o en cualquier obra que haya trascendido o haya triunfado en el mundo editorial, es el último de los tres relatos, y es en él donde habita Antolín Cabrales.
Cabrales es un presidiario que acude a un taller literario que organizan en la cárcel; la relación de la profesora con el recluso y la metamorfosis que éste sufre (de caco a escritor de éxito) es la excusa que utiliza Mendoza para burlarse de la misma literatura. Estamos leyendo al Eduardo Mendoza más serio, sin embargo si pretendía no hacernos reír, yo le he cogido en varios renuncios (un diálogo en la página 168, y es sólo un ejemplo, ha hecho que me riera con jotas, como en los tebeos, y se supone que estamos ante la faceta no humorística del autor).
Los románticos dicen que el escritor es un ser herido que necesita para sobrevivir crear otra realidad, y tal vez ése sea el caso de Antolín Cabrales, el santo sin canonizar protagonista de “El malentendido”; pero desde luego no es el de Mendoza, al cual no puedo imaginar como una criatura sufriente sino como un escritor con un alma risueña capaz de ofrecer una propuesta madura y seria acerca de la creación literaria sin renunciar por ello a su chispa de humor rotundo y siempre inteligente.
Antolín Cabrales, el ratero lector y luego escritor, aparenta ser un personaje bastante sencillo, un tipo desencantado con nombre de queso consciente de su propia impostura, desgarbado física y espiritualmente y con el que puede parecer sencillo ridiculizar a la misma literatura. Pero yo le veo bastante más, y estoy segura de que si tropezara con él en Londres lo reconocería inmediatamente. Y ya no digo nada más que luego me llaman “spoiler”(supongo que hay razones de sobra para llamármelo desde hace un buen rato). Quien quiera que lea «Tres vidas…”, yo lo recomiendo con mucho entusiasmo, como sin duda ya he dejado bien claro.