La esencia en las pequeñas cosas
Por Elvira Navarro.
La verdad es que escucho la palabra esencia y me veo huyendo extrañamente a su encuentro, en plan Sócrates, a quien le dieron cicuta por dar el coñazo con este asunto. Sócrates bombardeaba a sus contemporáneos con preguntas pesadas y de apariencia estúpida, como “¿Qué es un zapato?”. La pesadez y la estupidez rozaban el absurdo cuando el filósofo desechaba las respuestas de los escépticos sofistas y de los poetas, que ya por aquel entonces practicaban, según Platón, una modalidad parecida al egosurf, y el “¿Qué es un zapato?”, es decir, la pregunta por la esencia, volvía a ser puesta sobre una mesa sin tapetes, sin hules, sin manteles, sin un cristal. Ya sé que no estoy convocada aquí para hablar de filosofía, sino de literatura; sin embargo, Sócrates y algunos otros me sirven para plantear el asunto de una manera que tal vez sea todavía pertinente.
Muerta la metafísica, la esencia, y esto lo dice hasta la Wikipedia, no es hoy más que una propiedad que define a un objeto de estudio. Traduzcamos ya a lo literario en términos de eficacia: ese adjetivo que de repente da la medida exacta del asunto, ese ritmo de las frases y de los párrafos tan prosaico-obvio que no atienden a él los apóstoles del estilo y del escribir musical, pero que, al igual que el adjetivo, vuelve a dar una medida justa, un exactísimo acontecer donde los llamados narradores puros se juegan el pellejo. Una metáfora, un silencio, cómo dialogan unos personajes, ese algo llamado voz, que por sí sola a veces hace valer un cuento o una novela de 700 páginas. Da vergüenza mentar a la esencia si no es mediante esa sucesión: adjetivo, ritmo, metáfora. Da vergüenza porque parece que sea sinónima de aquella vieja alma que transmigraba de un cuerpo a otro, o de aquella otra católica, capaz de penar, de habitar limbos, de ir al infierno o al cielo. Sin embargo, cuando releo lo que acabo de escribir, esa lista a la que me agarro para no ser ridícula, me doy cuenta de que lo importante no es el adjetivo, ni el ritmo, ni la voz en tanto que propiedades que definen un objeto de estudio, la eficacia literaria en este caso, sino el “ese” de la enumeración (ese adjetivo que de repente da la medida exacta del asunto, ese ritmo de las frases y de los párrafos, esa metáfora, esa voz). El tal “ese” recuerda un poco lo pesado que era Sócrates cuando preguntaba una y otra vez qué es un zapato. Y repito: a él no le valían las respuestas de los sofistas ni la de los poetas. Algo parecido nos pasa hoy a los que escribimos: hay toneladas de teoría literaria donde se nos dice qué es lo que funciona y lo que no, lo que es capaz de dar cuenta de nuestro tiempo y lo que sólo es ya una forma marchita, qué debe considerase arte (el coto lo quieren bien privado). No obstante, todo ello no explica lo esencial: por qué demonios una obra funciona, cumpla con la preceptiva o se la pase por el forro. Y es que el “ese”, la esencia, no está en lo grande, sino en lo pequeño, en lo tan pequeño que se escapa a cualquier categorización con pretensiones totalitarias. Tengo a veces la impresión de que los discursos que se posicionan en lo grande (qué estructuras, qué narradores, qué sentimentalidad debe regir la obra) no son más que un género literario y de que, en ese sentido, sólo pueden decir cosas válidas con respecto a sí mismos. Ensimismarse. Exagero y no. César Aira afirma en Cómo me reí que lo que hace que un texto cobre vida son detalles tan pequeños y orgánicos que resultan difíciles de precisar. Foster Wallace, en El Dostoievski de Joseph Frank, suelta algo tan esotérico como: “Ese sello distintivo y singular de sí mismo es una de las razones principales por las que los lectores llegan a amar a un autor. Esa forma en que uno puede distinguir, a menudo leyendo sólo un par de párrafos, que algo ha sido escrito por Dickens, o Chéjov, o Woolf, o Salinger, o Coetzee, u Ozick. Se trata de una cualidad que es casi imposible de describir o de explicar directamente: casi siempre se presenta como una vibración, algo así como el perfume de una sensibilidad, y los intentos que llevan a cabo los críticos de reducirlo a puras cuestiones de ‘estilo’ son casi universalmente cutres”. También James Wood, en Los mecanismos de la ficción, va en esa línea cuando, tras argumentar que todo es convención, señala que lo único que revitaliza a un texto es el “hallazgo” (pónganse ustedes a definir el término: si no recurren a todo tipo de ejemplos, se quedarán en un abstractísimo lugar común). Y en fin, que habíamos dicho que a Sócrates le bastaba con preguntar por los zapatos para armarla gorda.
Nota: El 5 de mayo participé en un encuentro en La Central del Reina Sofía que se llamaba así, La esencia en las pequeñas cosas. El tema motivó las reflexiones que expongo en este artículo.
¿La pequeñas cosa generan grandes caracteres?