Dos miradas sobre Robin Hood
Robin Hood: Qué hay de nuevo, viejo, por Fernando Marañón.
Dice un experto en el correspondiente dossier de prensa que “Hay tantos Robins como flechas en un carcaj”. Supongo que esta frase figura enmarcada (igual que aquí “Dios bendiga cada rincón de esta casa”), en todos los despachos de los estudios de Hollywood. Y que, además, puede reformularse como “Hay tantos Bonds como balas en un subfusil”, “Hay tantos Dráculas como litros de sangre en un banco de sangre”, etc. Que para eso estamos en el negocio del entertaiment y el arte ya se le presupone al director contratado para la ocasión.
Ridley Scott tuvo su época original e influyente con Los Duelistas, Blade Runner o Alien; sus horas bajas con Tormenta blanca y La teniente O´Neill; y su acomodo solvente y agradecido con Gladiator, Black Hawk o American Gangster. Este repaso no pretende ser peyorativo en modo alguno. Cuántos cineastas firmarían por una carrera como la del pelirrojo, en calidad cinematográfica y taquillera.
Pero a lo que vamos. Robin Hood, siglo XXI, no se asigna a un creador para inventar un icono nuevo o una historia que remueva el panorama, sino para hacer taquilla. Y para eso Ridley y su propuesta se bastan y se sobran. La película, protagonizada por Russell Crowe y Cate Blanchett, arropados por el magisterio del gran Max Von Sydow (uno de esos actores maravillosos que en la vejez se contratan para dar fuste al secundario venerable), es una de aventuras con los pros y los contras de la época que le ha tocado para estrenar: ambientación probablemente lograda pero sucia (la Edad Media en Technicolor nunca volverá), batallas de montaje enfurecido, mensaje político aniñado y final abierto, por si el film puede franquiciarse.
Con todo y eso, el resultado no es nada despreciable. Éste Hood quiere hacer diana y se empeña en ello. Scott trata con respeto a su público ofreciendo batallas sólidas, bosques, barcos, pueblos y castillos bizarros, unos monarcas con personalidad y motivos, un malvado con encarnadura, una Mariam hermosa y de carácter y un Robin carismático. Porque si algo tiene Russell, además de su planta, su capacidad interpretativa y su olfato comercial, es el carisma. Es perfecto ante el rey legítimo y ante el heredero cobarde, frente al francés o junto a la amada, disparando su arco y sembrando una cosecha.
¿Flecos en el guión? Unos cuantos. ¿Personaje desdibujados? Dos o tres y de importancia. ¿Música? Excesiva ¿Puesta en escena? Apabullante ¿Ritmo? Endiablado. Conclusión: gustará a su público (Robin Hood tiene “su” público) y le permitirá arrugar placenteramente la nariz a los gafapásticos.
Vamos, que se van a hinchar.
Robin Hood: Curso de épica trasnochada, por Daniel García Rodríguez.
No hay que quitarle ni un gramo de esa medallita que cuelga de la solapa de Mr. Scott de ser el abanderado de ese cine épico que a tantos nos remueve en la butaca. Ese que a golpe de speech ante las tropas y de ascensos y caídas de sus héroes nos hace olvidar el reloj durante más de dos horas.
Tampoco hace falta recordarle a los mandos del efectismo de gladiadores y cruzados para darnos cuenta que el director le tiene cogido el pulso al género. Y en cuyas escenas de batallas tiene su punto fuerte. Esas que desde cierto héroe escocés utilizan la desorientación del espectador como herramienta para hacer creer que estás en el fragor de la batalla.
Pero con esta nueva revisión del mito inglés lo que queda patente es que las historias están tocando a su fin. Cuando la creatividad murió dejó paso al historicismo. Esas lecciones que tanto ayudan a los chavales de instituto a aprobar exámenes con tan sólo haber visto la película. En cambio en este caso estamos ante un mito. Una leyenda lo llaman. Y como tal es lícita para hacer tantas lecturas como deseen. Se ha abierto la veda. ¡Destruyamos los arquetipos que alimentaron aliñados con palomitas azucaradas nuestra infancia! ¡Que muera Errol Flynn y sus mayas pintadas de cloroflila!
La duda nos asaltaba a todos antes de la proyección. ¿Es de semejante tamaño el producto que nos obligan a guardar silencio hasta después de su estreno en Cannes? La respuesta parece ser afirmativa tras la primera media hora de proyección, donde el personaje no sólo cobraría una nueva lectura más que interesante a su regreso de las cruzadas, hilando situaciones rocambolescas pero cuanto menos entretenidas.
Pero tras esa esperanza comienza la ardua tarea de colocar a las fichas en su sitio. La intención no es mala. Un juego de enmarcar todo el “antes” de la historia que creemos saber. Del arquetipo de mallas verdes y sus compañeros de fechorías. De darle una justificación que nunca necesitamos a los actos de altruismo en los bosques de Sherwood.
Y para ello decide alargar la historia de forma torpe y confusa, dedicándose al discurso político. Por momentos creemos estar ante los momentos más aburrido de Gladiator, o ante el planteamiento de Sommersby (sí, aquella con Jodie Foster y Richard Gere). Pero no la despellejemos por culpa de la historia. Al fin y al cabo es un mal endémico del cine de entretenimiento actual. No se pueden arriesgar así como así tantos millones, y si no que se lo pregunten a los hombrecillos azules de moda. Carguemos contra el propio Scott que no ha sabido darle la suficiente prestanza como para que el producto pasara sin dolor. Y para ello volvemos a las similitudes: un poco de los planos ralentizados de flechitas envenenadas de otros tantos “robines” por aquí, otro poco de Spielberg por allá, con sus balas, digo flechas, atravesando las frías aguas del canal, o las barcazas llegando a Normandía, digo a las costas inglesas… Lugares comunes, dirá él.
Cuando afrontas el reto de redimensionar un mito asentado en el imaginario colectivo, corres el riesgo de perder más tiempo justificando tu osadía que dedicando a la verdadera finalidad del género: entretener. Y eso es lo que no consigue este Robin, que tan sólo al final será Hood. Puede que esa fuera la solución de una película mal planteada hasta en la propia promoción. El llamarla como otras tantas. Sería una película más que digna de haberse llamado “Robin Longstride”, y en Arial 10, línea inferior, “Más tarde conocido como Robin Hood”. Tan sólo es una cuestión de expectativas. Porque si yo pago por ver Robin Hood, quiero ver bosques tupidos, flechas silbando por mis oídos en Dolby Surround y bellas damas rescatas por galantes caballeros (en mallas, por supuesto), y no convertidas en Juanas de Arco venidas a menos.