Queridos Niños, de Juana Cortés Amunáriz
Por Juan Carlos Fernández León.
Ya desde el pórtico de su propio título, Queridos niños —un homenaje socarrón a Gloria Fuertes—, la autora nos entrega la primera gota de ironía, cuya tímida silueta inicial termina por convertirse en un charco de sarcasmo una vez leído el libro. Porque, en efecto, Juana Cortés (Hondarribia, 1966), nos va a hablar de niños, pero no de unos niños cualquiera, sino de una idea exclusiva y particular, tal vez terrorífica, aunque al tiempo muy moderna, de la infancia, de una infancia que palpita con vocación de bomba a punto de estallar.
Desde los primeros relatos, el lector se da cuenta enseguida de que está adentrándose en un universo novedoso, en un micromundo mórbido en el que da miedo entrar y cuyo andamiaje subterráneo no hay más remedio que observar a distancia, como si fuéramos testigos de su nacimiento desde una de esas rendijas caprichosas que fortuitamente aparece en el amurallado de su fortaleza. Juana Cortés nos da su permiso para curiosear los interiores de su mundo, nos abre en canal sus historias y sus personajes, pero no nos invita a que nos quedemos hospedados en él. La autora sabe que sus relatos son tan dolorosos que podrían herir la sensibilidad de sus lectores más interesados. Por esta razón, levanta sus historias con la escuadra y el cartabón de la perspectiva y de la sugerencia. Simplemente por higiene, con el propósito de protegernos de los arañazos dañinos del horror cotidiano.
El relato que inaugura el libro, «La maldición de Casandra», revela a las claras el contenido global del conjunto. Es la historia de una niña, Casandra, que se pierde en el laberinto grotesco de una estación de servicio, mientras sus padres desayunan tranquilamente. Durante su búsqueda claustrofóbica se nos va descubriendo la situación real, en franco deterioro, del matrimonio, los padres de Casandra, quienes ya han dejado de quererse e incluso se detestan. En esencia, lo que Juana Cortés pretende en cada uno de los relatos del libro es utilizar a los niños, débiles y problemáticos, como excusa para centrarse, aunque sea de soslayo, en la putrefacción del comportamiento adulto y, por ende, en la carcoma de un sistema que antaño había amparado a la familia como el ente básico y privilegiado de la sociedad. Sin caer en absoluto en las redes de lo moral (la autora ni moraliza ni juzga), navegan por las aguas de estos relatos madres locas que se creen santas («Ruth ratón»), parejas al borde del divorcio («El remolino»), padres que se travisten de mujer («Cambio de residencia»), madres solteras adictas a los barbitúricos («En el bosque») o, en fin, extrañas y esquizofrénicas secuestradoras de niños («La mujer partida»). Casi siempre es el femenino el territorio sobre el que la autora aplica su lupa de destripar costras.
Sin duda, los tiernos niños de este libro malviven pagando el peaje de la falta de responsabilidad adulta o de la ausencia de cariño y zozobran de lleno en el corazón de la enfermedad social. Es por ello que estos niños sean blancuzcos, lívidos, enfermizos e introvertidos, y estén conectados, por medio de tenues conductos misteriosos, con lo sobrenatural, con lo mágico o lo fantástico, razón por la que en el fondo son tan poderosos que provocan en sus adultos horribles complejos de culpabilidad.
Lo más interesante de Queridos niños es la naturaleza híbrida de sus relatos. Son nueve historias de férreo carácter realista, que viran o basculan, en algún momento inesperado de sus tramas, hacia la tramoya del género fantástico o de terror. Esta tesis se cumple a rajatabla en el relato En el bosque, excelente pieza corta, imprescindible para cualquier antología del género, que revisa con gran intensidad psicológica el mito del hombre lobo.
Estilísticamente los relatos de Queridos niños son variados y pertenecen por raigambre a la estética norteamericana: frases cortas y nominales, rapidez de acción casi cinematográfica, historias llenas de sugerencias y detalles, simbología y lirismo; datos que convierten a Juana Cortés en una magnífica escritora de relato corto, en una auténtica maestra del terror cotidiano, en una fina psicóloga de almas y alaridos, de quejas y metamorfosis, de culpas y debilidades. En definitiva, historias de padres y de hijos, de queridos niños frágiles, de las infancias atormentadas de cualquiera de nosotros. Las infancias que no habríamos deseado jamás haber vivido o quizás las infancias que hubiésemos querido no terminaran nunca, porque el verdadero temor de estos niños es que el drama de sus vidas los va a transformar de golpe en adultos. Y esto sí que da miedo del bueno.
Pasen y lean, pero luego no me digan que no les he avisado.