El efecto Kubrick
Por Rubén Sánchez Trigos.
A propósito de Agora, un día me vi en mitad de una cena explicándole a un montón de comensales lo que yo llamo el efecto Kubrick. Y lo digo ya, para que nadie se lleve a engaño: la teoría es tan disparatada, que sólo alguien dispuesto a rebatirla con otra invención del mismo calibre debería prestarle atención. Por dicho efecto me refiero a esos directores cuya filmografía se encuentra jalonada de tiempos muertos. Para entendernos, esos realizadores que dejan pasar entre cinco y diez años por película, que rumian en la soledad de su genio cómo y cuándo van a entregar al mundo su siguiente obra maestra, su próxima aportación al devenir de la humanidad. Ojo, no todos los directores estarían aquejados de tan insigne síndrome, fundamentalmente porque no todos los cineastas pueden rodar lo que quieren y cuando quieren. Yo me ciño de forma exclusiva a los que, merced a cierta posición, podrían, si lo desearan, no dejar de trabajar nunca, filmando ora películas más o menos pequeñas, ora trabajos de mucha más envergadura.
Pongamos el ejemplo emblemático de Terrence Malick –seis títulos en más de cuatro décadas- frente al de Woody Allen, que prácticamente va a película por año. Podrían debatirme, y con razón, que el director de Maridos y mujeres no siempre consigue una grandísima película –e incluso podrían sugerirme que su última etapa, pongamos desde Desmontando a Harry, le revela en franca decadencia-. Estupendo. Nada que objetar a los que se acercan a cada nuevo título de un director con talento con la esperanza de hallar una nueva obra maestra. Cuestión de actitud, supongo. Porque la mía –mi actitud, digo- es otra. Respecto al caso de Woody Allen, hace mucho tiempo que me enfrento a sus estrenos como si me reencontrara con un viejo amigo. Puede que sus tramas no sean todo lo brillantes de antaño –que algunas, como de hecho lo son, parezcan escritas en unos pocos meses-, o que ciertas decisiones de casting sean, cuando menos, discutibles, pero todo eso no me impide disfrutar de las viejas constantes de siempre, rastrear, entre sus nuevos personajes, ecos de los personajes filmados por el propio Allen hace veinte o treinta años. Lo dicho, como tomarse una cerveza con un viejo amigo y descubrir en su conversación los temas habituales, las obsesiones y los modos que hacen de él una persona única.
Puedo ponerme incluso más extremo. Pienso en John Ford, en Alfred Hitchcock, en Billy Wilder. Gente que, en sus momentos más gloriosos, llegaba a rodar hasta dos películas por año. Hitchcock, sin ir más lejos, filmó consecutivamente Vértigo (1958), Con la muerte en los talones (1959) y Psicosis (1960). Ahí es nada. En cuanto a Ford, rubricó en el mismo año, 1941, ¡Qué verde era mi valle! y La ruta del tabaco. Cierto es que muchos de sus títulos, sin ser en absoluto desdeñables, no se encuentran a la altura del resto de su filmografía. ¿Y qué? Yo estoy con Stephen King, que tampoco entiende, en el terreno literario, porqué alguien que supuestamente trabaja en lo que le apasiona no se entrega a ello con toda la regularidad que pueda permitirse. “Me acusarán de impertinente, y no lo niego”, escribe, “pero también lo pregunto por sincera curiosidad. Si Dios te ha regalado una facultad, ¿por qué no vas a ejercerla?”.
Allen aparte, el modelo de director que se estila ahora tiene más de estrella pop que de cineasta. Así, lo habitual es que nombres como P.T. Anderson empleen entre cinco y diez años en rubricar su próximo pelotazo. A algunos, incluso, les sale bien la jugada –premios, prestigio, número especial en Cahiers-. El resto, la mayoría, probablemente hubiera obtenido el mismo resultado si se hubiera puesto a preparar su película nada más terminar la anterior. En otras palabras: si se hubiera dejado de tantas zarandajas pseudo-autorales y se hubiera puesto a trabajar. Porque al final es de eso de lo que va el oficio de rodar películas, igual que el de pintar cuadros o escribir novelas: de ponerse manos a la obra con lo que uno ha escogido, de disfrutar con el camino tanto o más que con la meta y, sobre todo, de hacer disfrutar a los demás. Así las cosas, que disfruten los kubrikianos sus largas, larguísimas esperas. Yo prefiero acudir al reencuentro con mi amigo una vez cada año, y que me cuente lo de siempre, o lo que quiera, pero que lo haga como sólo él sabe.
Sí señor, totalmente de acuerdo. Aunque los de menos edad tenemos la suerte de podernos tragarn todas las pelis de Kubrick de seguido. Fastidiaros!