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La estrategia del agua

                                                                 

Por José Luis Muñoz Díez.

La estrategia del agua. Lorenzo Silva. Destino. 384 páginas. 18,50 €.

Lorenzo Silva
retoma a sus personajes, el brigada Bevilacqua, la sargento Chamorro y  crea uno nuevo, Arnau.  Silva, los ha permitido vivir todo este tiempo en el que no han sido negro sobre blanco, ahora saben más y se han adaptado a su edad y al momento en el que viven. Nada que ver con James Bond.
El reto es esclarecer la muerte de Oscar Santa Cruz, asesinado fríamente por la espalda.  Emplea una línea recta desde el descubrimiento del cadáver a la resolución del caso, sin sorpresas. La narración policiaca la elabora describiendo a Vila –el brigada Bevilacqua-, los pasadizos del sistema judicial y las modernas técnicas de investigación, dándose, a veces, contra el muro de contención que es el lento proceso legal que ha de llevar una instrucción para estar debidamente hecha, y aun así sucede que una vez atrapado el infractor, y juzgado, las garantías procesales abren una brecha al delincuente que le permite escapar, ante su impotencia, y sintiendo en su espalda a un nuevo enemigo, como ocurrió en su último caso que le ha dejado varado de ilusiones.
Describe una policía y un sistema judicial, a veces presionada por los políticos, en forma de melé de rugby, en la que es difícil identificar a quién corresponde cada miembro y, por lo tanto, complica la identificación del verdadero responsable al que poder achacar el error cuando ocurre.
Al tiempo que cuenta su trabajo mira por la ventanilla de su coche y reflexiona sobre el aquí y ahora, el paro, la burbuja inmobiliaria, compara, de un modo políticamente incorrecto, a traficantes y banqueros. Se queja de una sociedad en la que no habrá ancianos, sólo adolescentes amargados por no haber vivido la vida. No ignora la incorporación de la mujer al mundo laboral, a su alrededor tiene a una cabo, a una procuradora sospechosa, a la juez que instruye el caso, a la psicóloga y a la forense.
Hay una mala, un tonto y un listo, pero la calificación no es por sexos.
Le preocupa la situación de indefensión en que queda el hombre ante las leyes dictadas en aras de la igualada. La juez denuncia que se le utilice con falsas denuncias de maltrato para mejorar las condiciones económicas del divorcio. Y se queja: “no sé si saben que hay instrucciones de no perseguir las denuncias falsas de mujeres en los delitos de violencia de género. Para no desalentar la denuncia, dicen. Yo no sé en qué mundo viven. Lo que desalienta la denuncia, y se lo dice alguien que ha tenido a más de una ahí sentada, en peligro cierto de muerte, para acabar desdiciéndose y marchándose a casa con el animal de turno, es la desprotección en que las dejamos”.
Vila pisa Madrid, la siente como patria, se enorgullece de ser de barrio, le gusta igual que los bares vividos, asegura “que un país se puede dividir y una ciudad nunca”.
El caso Santacruz, el de un hombre que osa conseguir la custodia de su hijo, le toca hondo, y  no  porque él esté separado y tenga un hijo, sino porque añora la sombra del padre al que no ve desde hace más de cuarenta años. Hace de la novela una reivindicación de la paternidad como derecho e instinto. Mirando a su hijo dice: “Hasta se me humedecieron un poco los ojos, porque aquel chaval, que llevaba mi sangre, era un tío de una pieza y porque la paternidad le vuelve a uno de mantequilla”. Es valiente mostrando sentimientos, en otro tiempo, vedados a un hombre. Se muestra dudoso ante su edad, diciendo de sí mismo “que ya está en la cara B”, teme ser rémora, en contra de ese desparpajo que el hombre ha tenido siempre para acercarse a una mujer joven. Cuenta mucho, y bien, en su doble condición de guardia civil y filósofo. Habla de Epicteto y del estoicismo ante la vida de Sunzi y, de alguna manera, convierte el thriller en un cuento Zen con moraleja:Han podido matar a Oscar Santacruz pero no perjudicarlo”. Léanla.     

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