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Madrid

Por David G. Panadero.

No existe diferencia entre el documental y la ficción, decía Joaquín Jordá. Es muy posible que si alguien preguntara sobre este asunto a Basilio Martín Patino, éste opinara lo mismo que el maestro catalán. ¿Cómo se combinan el “respeto a los hechos” y la implicación personal en un trabajo periodístico? ¿Hasta qué punto la ficción no es más que inocente ficción, y está desligada del contexto en el que nace? Preguntas como estas son las que nos plantea una película como Madrid (1987), de Basilio Martín Patino. Tal y como viene a decir su protagonista refiriéndose a la ciudad, “Su sustancia no es la verdad o la mentira, sino la fascinación”. Y con esa misma fascinación, por sus barrios, por sus calles, por sus gentes, el cineasta de Salamanca consigue una película visceral, entusiasta y arrebatada, que, casi sin proponérselo, nos muestra el espíritu de la capital como nunca se había hecho.

La propuesta argumental es bien sencilla: han pasado cincuenta años desde la Guerra Civil española, y un cineasta alemán (el actor Rüdiger Vogler) recibe el encargo de venir a la ciudad para filmar un documental que retrate el Madrid sitiado de entonces. El director pasa mucho tiempo en archivos, consultando fechas, imágenes y documentos que le acerquen a esa parte del pasado que aún sigue tan viva. Pero, precisamente, porque es una parte viva de nuestra Historia, no tarda en darse cuenta de que las respuestas no están ni en los archivos ni en los manuales de Historia, sino en los recuerdos de la gente, en sus rostros, en el ambiente que le rodea.

Como si del mismo coronel Kurtz se tratara, como si Madrid fuese ese corazón de las tinieblas conradiano, conforme el cineasta alemán se adentra más por nuestros callejones, más va olvidando quién es y qué ha venido a hacer aquí. La sustancia de nuestra ciudad es la fascinación, y ese sentimiento le hace perderse y confundirse con nosotros.

Basilio Martín Patino se desentiende voluntariamente de las reglas convencionales de la ficción cinematográfica para ofrecer una trama a menudo estática, que se recrea en los detalles y la atmósfera, derivando hacia un espectáculo popular, donde podemos visitar las corralas, las calles que los planes de urbanismo han rebautizado o los edificios que esos mismos planes han hecho desaparecer, la zarzuela, todo ello captado de forma diríase impresionista, de forma más pasional que premeditada.

Puede que algunos encuentren ausencias o puntos muertos en la película. Incluso, si la viera un estudiante de cine, de esos que se tienen bien aprendida la lección y saben cómo hay que resolver el montaje y qué duración otorgar a cada plano, se vería tentado de rehacer la película, podarla, eliminar lo superfluo… Pero precisamente, el encanto de Madrid se encuentra en sus imperfecciones, en sus callejones sin salida. Porque Madrid –me refiero tanto a la ciudad como a la película, y uso palabras de su protagonista– es contradictoria, libre, está a medio hacer… Es una ciudad viva.

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