El escritor. La lección de hoy
Por Ignacio Costa.
Desde que en los años sesenta la política de autores impusiera la ilusión de un único y con demasiada frecuencia desmesurado paradigma desde el que acercarse a la filmografía de un director, muy pocos nombres, en realidad, han sido y son merecedores de tan escurridizo título. El invento, sin embargo, ha propiciado operaciones para todos los gustos, de modo que hoy en día no debería sorprender a nadie asistir a la búsqueda frenética de constantes autorales en directores emergentes cuya nómina, pongamos, se compone tan sólo de dos películas –con el consecuente bluff que ello conlleva cuando, pasado el tiempo, el supuesto autor se descubre como lo que era: un competente técnico con más ambición que inquietudes. Queda al menos el consuelo de que, en medio de esta esquizofrenia crítica, sólo los mejores brillan con luz propia.
Roman Polanski no sólo es poseedor de un discurso propio, incómodo y sugerente, sino que lleva casi cinco décadas dando buena cuenta de él en las más diversas regiones: del free cinema europeo al mainstream contemporáneo, pasando por el Hollywood revuelto de los años sesenta y sesenta. El escritor funciona, en este sentido, como un rotundo golpe en la mesa, la lección magistral de un maestro a una platea de alumnos y aspirantes para quienes la teoría autoral, hoy, se confunde con el arte de la fotocopia. Hasta cierto punto, resulta relativamente fácil dejarse despistar por el bien urdido macguffi de esta trama con más claroscuros que sombras; no en vano, la moraleja de su discurso político es la misma que la de La semilla del diablo, Chinatown o La muerte y la doncella: aquello de que el hombre es un lobo para el hombre. Sin embargo, El escritor esconde –o debería decirse más bien que deja entrever- las sutiles herramientas de quien lleva toda una vida filmando las mismas obsesiones: ese gusto por las puertas a medio cerrar que mutilan conversaciones, los dobles juegos con las profundidades de campo –lo que vemos y lo que Polanski quiere que veamos- y, sobre todo, la morbosa fascinación por aquello y aquellos que están en la puesta de escena, aun cuando han desaparecido hace mucho.
Es en este último punto donde El escritor revela su fuerza y su condición de pequeña pieza de miniatura. El fantasma del título original no es ya el biógrafo muerto cuyas huellas el personaje de Edward McGregor está condenado a seguir, sino una suerte de doble con más voz que el propio protagonista. Figura polanskiana por excelencia –la que conforman McGregor y su alter ego en la sombra-, delata que lo que le importa a Polanski no es ni mucho menos la denuncia política –eso queda para los directores de películas-, sino el cine puro y duro, la conversación con el espectador lúdica y morbosa al mismo tiempo, lo que Hitchcock denominaba “ofrecer al público un gran pedazo de pastel”.
Resulta estéril discutir si estamos ante una obra mayor o menor de Polanski –aunque con toda seguridad la balanza se inclinará más por lo primero que por lo segundo-. Es, en cualquier caso, la constatación de que en un panorama crítico con sobredosis de autores, muy pocos de ellos han cruzado la línea que les permite, además, mirarse a sí mismos por encima del hombro, jugar con sus propias constantes y ofrecer –una vez más- una lección narrativa propia sólo de un viejo maestro.