Noche de vino tinto
El sorbo de café se me atraganta a medida que entra en mi ordenador la noticia: El poeta y cineasta José María Nunes ha muerto.
Probablemente el nombre de Nunes no le diga nada a mucha gente, ni siquiera a muchos aficionados al cine. El cineasta luso afincado en Barcelona creció bajo el síndrome de la marginalidad artística en cuyo territorio se sintió cómodo y libre. Seguramente, de proponérselo, pudo hacer otro tipo de cine, pero sencillamente no quiso, se mantuvo fiel toda su vida a unos principios éticos y estéticos que son infrecuentes, por suicidas, entre los de su profesión. Ser cineasta requiere tener espectadores que vean tus películas y eso suele traducirse en hacer cine a la medida de ellos. Nunes no lo hizo. Y ahí está. O no está.
Pensé en Nunes, precisamente, cuando tropecé en Granada, hace ya unas semanas, con Jordi Grau, otro director de la Escuela de Barcelona, de la que Nunes fue socio fundador y, no sé por qué, no le pregunté por él.
Conocí al realizador nacido en Faro cuando, en el último tercio del siglo pasado, yo preparaba un trabajo sobre la Escuela de Barcelona para la revista Cinemanía y sabía que Nunes era un miembro tan imprescindible como atípico del movimiento. Me entrevisté con él en varias ocasiones, porque era una persona amable y accesible, y sus opiniones e informaciones me fueron de gran utilidad a la hora de escribir ese largo reportaje que sirvió de presentación de la revista en Barcelona y, a cuyo socaire, el Grupo Prisa, editor de la publicación, organizó una fiesta a la que acudieron los miembros de la Gauche Divine.
Nunes, con quien tuve una amistosa relación que duró varios años, al que le iba enviando las novelas que iba publicando, me pareció siempre un francotirador dentro de ese grupo de intelectuales cinematográficos que alardeaban de europeidad y vanguardismo frente al cine mesetario representado por Saura o Camús. Los de Barcelona miraban a Francia, hacia la nouvelle vague.
Mientras sus compañeros de grupo Vicente Aranda, Jordi Grau, Jaime Camino y Gonzalo Suárez se pasaban al cine comercial y dejaban a un lado el vanguardismo del movimiento para sobrevivir, José María Nunes, Pere Portabella, Jacinto Esteva Grewe y Joaquín Jordá permanecieron anclados en ese cine militante y de denuncia que, como las películas de Jean Luc Godard, buscaba canales alternativos para llegar al público.
En una de las conversaciones que tuve con él, el cineasta me confesaba que se sentía algo incómodo dentro de ese grupo de pijos burgueses que filmaban, porque él era un proletario que bebía vino tabernario mientras sus colegas le daban al Pippermint frappé, ese licor que parecía enjuague bucal y sirvió de título a una película de Saura, quizá con doble intención.
No fue muy prolífico, porque siempre desdeñó a la industria y le fallaba la financiación, pero filmó un puñado de películas que son las piezas insólitas de un libertario cinematográfico que amaba el cine con delirio y acudía a él con una mística muy especial. Noche de vino tinto (1966), Sexperiencias (1969), Iconockaut (1975), Gritos a ritmo (1983) o Amigogima (1999) están ahí para quien quiera acercarse a su cine.
Nunes nos ha dejado, y a mí su muerte me produce un vacío insondable, mientras su última película se exhibe en Barcelona: Res pública, de la que ya me hablaba cuando le conocí. La veré, como homenaje póstumo, en lugar de acudir a su funeral, pero si hay una película suya con la que sintonice esa será siempre Noche de vino tinto, un maravilloso recorrido nocturno de dos jóvenes amantes por una Barcelona nocturna que era la mía.
JOSÉ LUIS MUÑOZ es escritor. Su última novela publicada es La Frontera Sur (Almuzara, 2010), IV Premio Internacional de Novela Negra Ciudad de Carmona.
Esta es una memoria impresionante de un insólito creador de cine español, J.M Nunes, a quien, desgraciadamente, sólo conoceremos por este trabajo del escritor José Luis Muñoz, su amigo y admirador. nos adherimos a este homenaje muy sentido y bien documentado a quien no transigió y entregó su vida a su convicción estética.