El merodeador, de Vicente Muñoz Álvarez
Por Estella Talavera.
Me he topado con un libro-paréntesis. Cómo explico esto… a ver. Cuando leemos, nos trasladamos donde el autor nos quiera (y logre) llevar: podemos estar en la Edad Media, en la Selva Amazónica buscando una especie nueva, en el futuro más cibernético o en la Irlanda de los hombres con trenza y mujeres jinete. Vicente Muñoz Álvarez me ha llevado al cuarto trasero de una mente enfermiza. Y allí he permanecido días y horas, horas y días, y, lejos de aburrirme, evidentemente, he sido partícipe activa de lo dañinas que pueden ser cuatro paredes y una mente-locomotora. Imaginad que vivís en la casa que aparece en la ilustración (mi enhorabuena a Toño por cada una de las ilustraciones de este libro), que cruje, que vive rodeada de hastío, que duele, donde llueve sin cesar y se renueva cien veces el insomnio.
Cuando digo que es un libro-paréntesis me refiero a que entramos en un limbo, en tierra de nadie, y sentimos en nuestras carnes esos tic tac del reloj y sus fantasmas nocturnos, el aflorar, como en ese grabado de Goya (de la serie Caprichos), donde “el sueño de la razón produce monstruos”, todos aquellos miedos insustanciales que, a ciertas horas, en cierto espíritu convaleciente, cobran el tamaño de Goliat, y arrasan con la razón, revuelven los papeles, ladran como cien perros y nos hunden bajo la cama, anclándonos a las tierras movedizas que mal sujetan nuestra casa de papel.
«Demoramos las preguntas decisivas, al hacer ininterrumpidamente preguntas inútiles y viles, ridículas, y cuando hacemos preguntas decisivas es demasiado tarde. Durante toda la vida demoramos las grandes preguntas, hasta que se convierten en una montaña de preguntas y nos ensombrecen.»
Thomas Bernhard
Cada relato podría ser independiente, sin embargo va pintando un cuadro por cortometrajes, como quien cose y vuelve a coser con parches una misma tela. El resultado es la vida del protagonista, una angustiosa sensación de retroceso, de anclaje, de reconstrucción y deconstrucción. Y el sabor final es absolutamente ESPECTACULAR: un largometraje innovador, la vida tal y como es, sin nudo ni desenlace, sino diálogo interior que amanece con un lenguaje y se duerme (pastilla en mano) en falso con otro lenguaje bien distinto, que viene a ser la incongruencia del ser humano, la antítesis de sí mismo, el decir y desdecir según el ánimo, la contradicción en estado puro. El esfuerzo por salir airoso de su propio encierro cada mañana tras los monstruos nocturnos. Repetición, obsesión, pasividad. Bien podría ser cualquiera de nosotros este personaje que cojea lamentablemente ante el mundo.
Relatos como Los gatos, La noche, El relato, Los malentendidos, Los peces… son un tablero donde se juega con las sensaciones del lector. Yo, personalmente, viví cada escena con una intensidad dolorosa. La playa quiero entender que es un fuego fatuo, una breve luz que entra en el cuarto oscuro y que nos deja respirar para volver a encerrarnos de nuevo: ya vimos la luz, ahora volvamos a la realidad.
Y puede parecer que esta visión oscura de la vida nos vaya a dejar medio muertos en el sillón. Bien, pues NO. El merodeador nos deforma la cara al vernos en el espejo, pero también nos enseña la puerta de salida, nos acerca al abismo para atraparnos y abrazarnos al último momento. Nos hace más humanos que nunca y a la vez nos saca del mundo. Vicente parafrasea acertadamente a Omar Kayyan: «el Cielo y el Infierno están en ti». Cada uno hará su propia lectura. La mía, particularmente, ha sido de un 10. Gracias, Vicente, por presentarme a tus monstruos y desnudarte así ante el mundo y ante ti mismo. Más de un escritor debería hacer un ejercicio similar.
«La vida, al final, es, en sí misma, un gran insomnio, y hay un aletargamiento lúcido en todo cuanto pensamos y hacemos.«
Fernando Pessoa