Escolios a un texto implícito
Escolios a un texto implícito. Nicolás Gómez Dávila. Atalanta (2009). 1408 pp. 38,50 €.
Por Gonzalo Muñoz Barallobre.
Nicolás Gómez Dávila (1913-1994) nace en Bogotá, pero pronto -con seis años de edad- su familia se traslada a París, ciudad en la que se forma intelectualmente y en la que vive hasta cumplir los veintitrés y regresar a la ciudad en la que nació. Una casa estilo Tudor verá la formación de su familia -mujer y tres hijos- y el crecimiento de una impresionante biblioteca -¡hasta 30.000 volúmenes!-.
Soberano en su imperio de libros, a lo largo de toda su vida, decir que muere con 81 años, en sesiones que van desde las primeras horas del día hasta la madrugada, Dávila lee y, en línea paralela a esas lecturas, escribe breves notas, escolios siguiendo sus propias palabras, que dejan miles de páginas que proyectan un pensamiento que es pura potencia.
Aforismos que le acercan a los grandes moralistas franceses –Montaigne, Pascal, Rivarol…- y que, por su calidad y lucidez, nos lo señala Franco Volpi en el prólogo que antecede a la obra, hacen a Dávila merecedor del título de Nietzsche colombiano.
¿Qué podemos decir de la selva intelectual que configuran los escolios de Dávila? Podemos decir, que nos revelan a un pensador aristocrático, en sentido orteguiano, que sabe coger el pulso de las cosas y exponerlo de una manera tan directa como contundente: puro boxeo.
Pasan las páginas y, de manera intercalada, nos saltan los fragmentos dispersos de toda una Filosofía política -“Las sociedades se diferencian meramente en el estatuto de sus esclavos y en el nombre que les dan” (p. 85)-, de una Estética –“La estética no puede dar recetas, porque no hay métodos para hacer milagros” (p. 330)-, de una Filosofía de la historia –“ Historia es lo que unos hacen con las rutinas de otros” (p. 125)- y, aquí es donde Dávila marca realmente la diferencia, de un Tratado de la inteligencia –“El hombre no posee su inteligencia: su inteligencia lo visita” (p. 249)- y, como reverso de la misma moneda, de la estupidez –“Quien tenga curiosidad de medir su estupidez, que cuente el número de cosas que le parecen obvias”(p. 289)-.
Un autor solitario –“La soledad es el único juez insobornable” (p. 70)-, creyente –“Dios es la substancia de lo que amamos” (p. 105)-, defensor de la sensualidad –“Lo que aleja de Dios no es la sensualidad, sino la abstracción” (p. 205) y amate de lo cotidiano -“Sólo la quietud y la rutina nos entregan la pulpa de las cosas, de las esencias, de los seres.” (p. 209)-. Pero sobre todo, sabio: “Madurar no consiste en renunciar a nuestros anhelos, sino en admitir que el mundo no está obligado a colmarlos” (p. 247).
Dávila fue un hombre que conquistó y siguió su propia fórmula: “Vivir con lucidez una vida sencilla, callada, discreta, entre libros inteligentes, amando a unos pocos seres” (p. 263)-, pero sin olvidar que “toda vida es una plaza sitiada” y “un experimento fracasado” (pp. 324-325).