Críticas literarias: el dilema entre la indiferencia y la demolición
Por Anna Maria Iglesia
@AnnaMIglesia
“Una mala crítica no impedirá que su novela esté entre la lista de los más vendidos, no vale la pena que pierdas el tiempo escribiendo nada”, me decía el jueves por la noche un periodista de larga trayectoria tras escuchar mis desesperados comentarios en torno a la segunda novela de un presentador de televisión cuyas innumerables horas en pantalla son sólo comparables al descomunal egotismo, al insustancial interés y a la más completa ausencia de valor literario de su supuesta novela. De la misma manera que los nada complacientes artículos no sirvieron para vaciar los teatros que llenaba con su obra, las críticas literarias, por muy implacables que puedan ser, parecen estar llamadas a pasar sin pena ni gloria, a ser absolutamente insignificantes para quienes de ante mano ya habían decidido hacerse con el libro de tan ilustre personaje. “Lo mucho que se consigue con estas crítica negativas es herir al autor, que no busca ventas, sino prestigio”, me comentaba, días después, alguien del sector editorial, “las críticas a determinados autores no modifican las ventas, que siguen siendo elevadas, sólo consiguen herir al autor que, aunque públicamente lo niegue fardando de muchos lectores, desea un reconocimiento y un prestigio literario que se le niega”. Si bien en estos días resulta más que difícil entender cuál es el papel que deba jugar la crítica literaria en los medios de comunicación o, aún más, entender si tiene algún papel pues ni tan siquiera parece servir como oposición a las campañas de marketing o como humilde prescriptor, de lo que no cabe duda es que ni antes ni hoy la finalidad de la crítica es o debe ser herir al autor: evidentemente -es de ingenuos pensar lo contrario- nunca es de agrado ser criticado por un trabajo realizado, sobre todo cuando dicho trabajo es un libro que supuestamente ha requerido horas de soledad, esfuerzo y dedicación. Sin embargo, dicho esto, si bien una crítica no positiva será siempre un golpe desagradable para el autor, ¿vale la pena realizarla cuando lo único que se obtiene en precisamente dañar el amor propio del autor? ¿Vale la pena una crítica demoledora cuando resulta absolutamente irrelevante para modificar determinados hábitos lectores? Claro está, una también se pregunta si es tarea de la crítica modificar los hábitos lectores y sobre todo, introduciéndonos así en un bucle del que no parece haber salida, una se pregunta si, aun siendo su tarea, la crítica puede y tiene el mérito suficiente para modificar dichos hábitos.
Y mientras una plantea estos interrogantes, la otra –ese otro que no es el que escribe, que diría Borges- es consciente de la impostura que supone todo este artículo que inicia con una contundente crítica para, posteriormente, poner en entredicho el sentido de la misma. ¿Captatio benevolentiae? Sin duda hay algo de ello, negarlo no sería del todo honesto. Sin embargo, si de honestidad va la cosa, este artículo no es más que el reflejo de la contradicción inherente a todo aquel que por locura, inconsciencia o estrambótica vocación decide dedicar sus horas al reseñismo y a la crítica. No son pocos quienes afirman que, ante un panorama devastador, han optado por hablar sólo que aquello que verdaderamente vale la pena, sólo de aquello que consideran merecedor de ser públicamente recomendado. Tras esta afirmación, sin embargo, subyace el desconsuelo de ver determinados libros ocupando las mesas de novedades, un desconsuelo que empieza por la indiferencia, pasa por la decepción y termina en la indignación. Y es precisamente la indignación la que lleva a encender el ordenador y teclear como si no hubiera un mañana las más dura de las críticas en la que no sólo se cuestiona el valor –o, mejor dicho, el no valor- de la obra sino que se plantea los límites y la ética del acto de publicar. ¿Las ventas justifican la publicación de todo? O, formulado de otra manera, ¿es ético ofrecer un libro de nula valía solamente porque se sabe que, factores externos, harán que este libro se venda? Si bien la función del crítico está, hoy más que nunca, puesta en entredicho, si bien hoy más que nunca, para bien o para mal, definirse como preceptor es de lo más esnob que pueda haber, la pregunta que debe plantearse es principalmente ética: ¿qué sentido tiene lamentarse del arrinconamiento de la cultura cuando parte del mercado cultural se ha vendido al mejor postor: las ganancias? ¿Qué sentido tiene lamentarse del desinterés por la cultura si permitimos que determinados productos, en este caso libros, sean publicados, vendidos y publicitados en ámbitos que debieran ser culturales?
La contradicción del crítico literario es la contradicción del mercado, la contradicción y la autojustificación: ¿definir un libro como impublicable por su ausencia de valía es censura? De la misma manera que comercializar productos alimenticios de mal estado es algo impensable, incluso está sujeto a ser delito, ¿por qué cuando se afirma la indecencia de determinadas publicaciones aparecen de inmediato términos como censura, esnobismo o elitismo? Así como usted, yo, y todos sabemos identificar un plato en mal estado, ¿por qué se pone en discusión la posibilidad de detectar un libro en mal estado y, por tanto, un libro que no merecería estar en el mercado? Y, aún más, ¿acaso el daño cultural, el empobrecimiento cultural, fomentado por unos planes de estudio que eliminan las humanidades de las aulas, no es un mal endémico al que pronto deberíamos buscar remedio? Demasiadas preguntas para buscar una coherente conclusión a este artículo tan poco artículo. De lo único que parece que no hay duda es que algunos “escritores” bien agradecidos deberían estar del silencio de la crítica, pues no siempre la indiferencia es el mayor de los desprecios. Y la crítica, ¿permanecemos en silencio?
Estupendo artículo que como crítico literario y reseñadora suscribo al cien por cien.
No puedes criticar al «mercado» y después exigirle que publique a los incipientes y buenos literatos. Es un arma de doble filo.