Los otros
Por Arcadio García
Me había yo levantado esa mañana con la intención de escribir algo en relación a la cruzada sistemática que está sufriendo la cultura y la educación pública en España por parte del Wert Campeador en particular, y de la derecha española en general, cuando me sorprendió la noticia de la muerte del actor James Gandolfini. No sé si incurro en una falta intolerable contra las tácitas leyes de las relaciones familiares, pero confieso que la muerte del protagonista de Los Soprano me conmocionó más que el fallecimiento de algún pariente cercano, si bien asumo que esta es una circunstancia completamente azarosa, pues dependerá siempre de la parentela que a cada cual le haya tocado en suerte.
En cualquiera caso, ese suceso inesperado consiguió que aplazara para el último párrafo mi opinión contra las tropelías de Wert y sus secuaces, y me abocó a reflexionar sobre la naturaleza del personaje de ficción, que constituye, creo yo, uno de los motivos que han contribuido a que la literatura posea el prestigio del que ha gozado desde sus orígenes. Convendrán conmigo que es un milagro maravilloso de procedencia insondable que un ente de ficción intangible, surgido de la imaginación de un individuo como usted y como yo, acabe despertando en nosotros más simpatías, complicidades o repulsión que las que a menudo nos depara un ser humano cualquiera.
Por más obvia y conocida que sea conviene recordar la transformación que ha experimentado la creación de personajes desde que los griegos concibieron a los dioses como modelos ideales de comportamiento, a partir de los cuales había que procurar al habitante de la polis formación teológica y moral que contribuyera a formar buenos ciudadanos. La propia naturaleza ejemplar de esos arquetipos y su uso pedagógico privaban a aquellos personajes de cualquier complejidad psicológica, pues el comportamiento de un ser ejemplar es, por definición, intachable, y, por tanto, incapaz no solo de incurrir en conductas abyectas, sino que, además, está obligado a obrar en función de lo que se espera de él. Con el paso del tiempo el poeta experimentó un proceso que consistió en trasladar su interés de los dioses y los reyes al hombre común, y de las grandes hazañas de resonancias épicas a los mínimos percances cotidianos que afligen al hombre corriente en su devenir diario.
Sabemos que un escritor crea personajes que van adquiriendo rasgos de personas que existen en la vida real, que el propio escritor ha conocido u observado, o, incluso, que son resultado de impresiones, cualidades y defectos del propio autor que, a menudo de manera inconsciente, va incorporando al personaje durante el proceso creativo. Si esa operación se realiza con solvencia, dará como resultado la creación de unas figuras llenas de matices que el lector abordará con cierta estupefacción, pues se dará cuenta de que puede llegar a sentir afecto por seres detestables, por sujetos como, por ejemplo, Tony Soprano.
Al situar a personajes de esa índole en un escenario determinado se ponen de relieve las contradicciones a las que se enfrenta el individuo en un contexto sometido a un régimen estricto de convenciones sociales, y en esa tesitura, en la que la esencia entra en conflicto con la apariencia, no solo surgen los conflictos, sino que se reflexiona en torno a ellos, esto es, se pone en tela de juicio esas convenciones sociales. La ficción se convierte entonces en un elemento transgresor: traslada a un escenario imaginario todo aquello que sería imposible reproducir en la vida real.
En circunstancias normales quizá lo expresado hasta ahora podría explicar por qué la derecha en España está haciendo con la cultura y con la educación lo que está haciendo. Es decir, la derecha, lo sabemos, es conservadora, su hábitat natural es el estatismo y su predisposición habitual los aboca a la inmovilidad. Para que lo conservador perpetúe su legado es fundamental que no haya nada que discuta su hegemonía. Esa es la causa por la que el poeta ha sido siempre una figura incómoda y perseguida. Sin embargo, no creo que existan muchos precedentes de países democráticos occidentales en los que los políticos de derechas estén tratando la cultura como lo están haciendo en España, a saber: con un revanchismo intolerable, casi con voluntad de exterminio, como si pretendieran hacerle pagar de una vez y para siempre todos y cada uno de los años en los que el poder ha sido administrado por otros, como si en el fondo procedieran en función de una estrategia ideológica cuya idea principal, y esto es lo más terrible y desalentador, fuera que la cultura no es cosa de ellos, sino de otros.