«Un príncipe estaba molesto por haberse dedicado únicamente a la perfección de generosidades vulgares. Preveía asombrosas revoluciones del amor y sospechaba que sus mujeres podían dar algo más que esa complacencia adornada de cielo y de lujo. Él quería ver la verdad, la hora del deseo y de la satisfacción esenciales. Fuese o no una aberración de la piedad, lo quiso. Al menos poseía un poder humano bastante amplio.

Todas las mujeres que lo conocieron fueron asesinadas. ¡Qué exilio del jardín de la belleza! Bajo el sable, ellas lo bendijeron. No pidió mujeres nuevas. Ellas resurgieron.

Mató a cuantos le seguían, después de la caza o de las libaciones. Todos le siguieron.

Se entretuvo degollando animales lujosos. Ordenó incendiar palacios. Arrollaba a las personas y las descuartizaba. La multitud, las techumbres doradas, los bellos animales seguían existiendo.

¡Cómo puede uno extasiarse ante la destrucción, rejuvenecerse por medio de la crueldad! El pueblo no murmuró. Nadie contribuyó con su opinión.

Una noche el príncipe galopaba altivo. Apareció un Genio, de una belleza inefable, inconfesable incluso. ¡De su fisonomía y su porte emanaba la promesa de un amor múltiple y complejo! Una felicidad inexpresable, ¡casi insoportable! El Príncipe y el Genio se destruyeron probablemente en salud esencial. ¿Cómo no hubieran podido no morir? Juntos, pues, murieron.

Mas el Príncipe falleció, en su palacio, a una edad corriente. El Príncipe era el Genio. El Genio era el Príncipe.

La música sabia se abstiene de nuestro deseo».