'La ley de la violencia y la ley del amor', de Lev N. Tolstói
Por Daniel Fernández López.
«Es un mal momento para pronunciar la palabra amor. No importa, la pronuncio y la glorifico. Amor, tuyo es el porvenir», Victor Hugo.
En un discurso de 1880 pronunciado en la Sociedad de Amigos de la Literatura Rusa, Fiódor M. Dostoievski esbozó el retrato del que, a su juicio, era el ruso del siglo XIX: un fiel representante del amor fraterno promulgado por Jesús de Nazaret. El autor de Crimen y castigo finalizó el mismo diciendo que quien había personificado con mayor fidelidad tal espíritu había sido Alexandr S. Pushkin, al que elevó a patriarca de las letras.
Lev N. Tolstói ya era un literato de fuste en Rusia y en Europa gracias, especialmente, a Guerra y paz y Anna Karenina, pero su potencia espiritual aún no había estallado. Veintiocho años después, con El Evangelio abreviado (1881), Confesión (1882), El reino de Dios está en vosotros (1894) y Resurrección (1899) ya publicadas, Tolstói, que vislumbra la proximidad de la muerte, se anima a la redacción de La ley de la violencia y la ley del amor, un opúsculo que Hermida edita por primera vez en español.
El veterano escritor reúne en él sus posiciones esenciales sobre el género humano: la felicidad solo la procura el amor ofrecido sin fatiga y sin excepción, un mensaje que Cristo predicó con claridad y que las iglesias han pervertido, ya sean ortodoxas –Tolstói fue excomulgado en febrero de 1901 por el Sínodo–, católicas o protestantes. El resultado es que la Humanidad, privada de la fe, se rige no por el amor sino por su némesis: la violencia, razón del Estado.
Un pronóstico sigue al diagnóstico: Tolstói piensa que, si al principio de la era común los seres humanos aún no eran capaces de observar la ley divina, los primeros años del siglo XX auguran una época en la que, al fin, el suelo será propicio. Es por ello que nuestro autor volvió a presentar la misma solución que había venido proponiendo en los últimos lustros: el amor, que no es sino el fundamento del Verbo.
En El Príncipe (1513), Nicolás Maquiavelo había cuestionado su viabilidad al escribir que “un hombre que quiera hacer en todo profesión de bueno, acabará hundiéndose entre tantos que no lo son”. El de Yásnaia Poliana sabe que en el ser humano operan múltiples potencias, pero su propósito no es ignorarlas, sino alentar el amor a fin de que gane espacio y logre ser la única, igual que en la población de El sueño de un hombre ridículo, uno de los últimos relatos escritos por Dostoievski.
“No soy anarquista, soy cristiano”, escribió Tolstói en su diario el 24 de agosto de 1906. Es una salvedad oportuna: igual que el anarquista lucha por la extinción del poder gubernamental a fin de ser autónomo, el cristiano aspira a ser expresión de la voluntad de Dios, del ágape. El primero se opone a la autoridad estatal porque exige ser su propia autoridad, al tiempo que el segundo la rechaza porque piensa que Dios es la única fuente legítima de poder. Una vez que la Divinidad ordena el amor, Tolstói es un feroz crítico de los gobiernos, ya que promueven la violencia, y de las iglesias, que se han aliado con los primeros, por lo que han vulnerado la ley regia (Santiago 2: 8).
Los años posteriores refutaron a Tolstói y, al mismo tiempo, le dieron la razón. Las guerras mundiales, el fascismo y los totalitarismos protagonizaron un tiempo que el escritor auguraba mesiánico; mas es posible ver la línea que une a “la campana más resonante de este mundo”, en expresión de Maxim Gorki, con los logros políticos de dos grandes figuras de los días venideros: Mahatma Gandhi y Martin Luther King Jr:
“La dicha de los hombres sólo reside en su unión, y esta no puede ser alcanzada por medio de la violencia. La unión sólo se alcanza cuando cada hombre, sin pensar en ella, solo piense en cumplir la ley de la vida. Solo esa ley suprema de la vida, la mismo para cada uno de nosotros, es la que une a los hombres.” (p. 107)
En una observación sorprendente en un ateo, Gorki agregó que su presencia le recordaba a la de Dios. No en vano, su palabra fue solo un recordatorio de la Suya. Por ello, es relevante preguntarse si Dostoievski, al elegir al ruso por excelencia de su siglo, habría seguido optando por Pushkin de haber leído La ley de la violencia y la ley del amor.
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