Hannah Arendt: «Sobre el concepto moderno de revolución»
El concepto moderno de revolución, unido inextricablemente a la idea de que el curso de la historia comienza súbitamente de nuevo, que una historia totalmente nueva, ignota y no contada hasta entonces, está a punto de desplegarse, fue desconocido con anterioridad a las dos grandes revoluciones que se produjeron a finales del siglo XVIII. Antes de que se enrolasen en lo que resultó ser una revolución, ninguno de sus actores tenían ni la más ligera idea de lo que iba a ser la trama del nuevo drama a representar. Sin embargo, desde el momento en que las revoluciones habían iniciado su marcha y mucho antes que aquellos que estaban comprometidos en ellas pudiesen saber si su empresa terminaría en la victoria o en el desastre, la novedad de la empresa y el sentido íntimo de su trama se pusieron de manifiesto tanto a sus actores como a los espectadores. Por lo que se refiere a su trama, se trataba incuestionablemente de la entrada en escena de la libertad: en 1793, cuatro años después del comienzo de la Revolución Francesa, en una época en la que Robespierre todavía podía definir su gobierno como el «despotismo de la libertad» sin miedo a ser acusado de espíritu paradójico, Condorcet expuso en forma resumida lo que todo el mundo sabía: «La palabra ‘revolucionario’ puede aplicarse únicamente a las revoluciones cuyo objetivo es la libertad». El hecho de que las revoluciones suponían el comienzo de una era completamente nueva ya había sido oficialmente confirmado anteriormente con el establecimiento del calendario revolucionario, en el cual el año de la ejecución del rey y de la proclamación de la república era considerado como año uno.
Es, pues, de suma importancia para la comprensión del fenómeno revolucionario en los tiempos modernos no olvidar que la idea de libertad debe coincidir con la experiencia de un nuevo origen. Debido a que una de las nociones básicas del mundo libre está representada por la idea de que la libertad, y no la justicia o la grandeza, constituye el criterio último para valorar las constituciones de los cuerpos políticos, es posible que no sólo nuestra comprensión de la revolución, sino también nuestra concepción de la libertad, claramente revolucionaria en su origen, dependa de la medida en que estemos preparados para aceptar o rechazar esta coincidencia. Al llegar a este punto, y todavía desde una perspectiva histórica, puede resultar conveniente hacer una pausa y meditar sobre uno de los aspectos en el que la libertad hizo su aparición, aunque sólo sea para evitar los errores más frecuentes y tomar conciencia desde el principio, de la modernidad del fenómeno revolucionario en cuanto tal.
Quizá sea un lugar común afirmar que liberación y libertad no son la misma cosa, que la liberación es posiblemente la condición de la libertad, pero que de ningún modo conduce directamente a ella; que la idea de libertad implícita en la liberación sólo puede ser negativa y, por tanto, que la intención de liberar no coincide con el deseo de libertad. El olvido frecuente de estos axiomas se debe a que siempre se ha exagerado el alcance de la liberación y a que el fundamento de la libertad siempre ha sido incierto, cuando no vano. La libertad, por otra parte, ha desempeñado un papel ambiguo y polémico en la historia del pensamiento filosófico y religioso a lo largo de aquellos siglos —desde la decadencia del mundo antiguo hasta el nacimiento del nuevo— en que la libertad política no existía y en que, debido a razones que aquí no nos interesan, el problema no preocupaba a los hombres de la época. De este modo, ha llegado a ser casi un axioma, incluso en la teoría política, entender por libertad política no un fenómeno político, sino, por el contrario, la serie más o menos amplia de actividades no políticas que son permitidas y garantizadas por el cuerpo político a sus miembros.
La consideración de la libertad como fenómeno político fue contemporánea del nacimiento de las ciudades-estado griegas. Desde Herodoto, se concibió a éstas como una forma de organización política en la que los ciudadanos convivían al margen de todo, poder, sin una división entre gobernantes y gobernados. Esta idea de ausencia de poder se expresó con el vocablo isonomía, cuya característica más notable entre las diversas formas de gobierno, según fueron enunciadas por los antiguos, consistía en que la idea de poder (la «-arquía» de arxein en la monarquía y oligarquía, o la «-arxein» de kratein en la democracia) estaba totalmente ausente de ella. La polis era considerada como una isonomía, no como una democracia. La palabra «democracia» que incluso entonces expresaba el gobierno de la mayoría, el gobierno de los muchos, fue acuñada originalmente por quienes se oponían a la isonomía cuyo argumento era el siguiente: la pretendida ausencia de poder es, en realidad, otra clase del mismo; es la peor forma de gobierno, el gobierno por el demos.
De aquí que la igualdad, considerada frecuentemente por nosotros, de acuerdo a las ideas de Tocqueville, como un peligro para la libertad, fuese en sus orígenes casi idéntica a ésta. Pero esta igualdad dentro del marco de la ley, que la palabra isonomía sugería, no fue nunca la igualdad de condiciones —aunque esta igualdad, en cierta medida, era el supuesto de toda actividad política en el mundo antiguo, donde la esfera política estaba abierta solamente a quienes poseían propiedad y esclavos—, sino la igualdad que se deriva de formar parte de un cuerpo de iguales. La isonomía garantizaba la igualdad; pero no debido a que todos los hombres hubiesen nacido o hubieran sido creados iguales, sino, por el contrario, debido a que, por naturaleza (fusei), los hombres eran desiguales y se requería de una, institución artificial, la polis, que, gracias a su nomos, les hiciese iguales. La igualdad existía sólo en esta esfera específicamente política, donde los hombres se reunían como, ciudadanos y no como personas privadas. La diferencia entre este concepto antiguo de igualdad y nuestra idea de que los hombres han nacido o han sido creados iguales y que la desigualdad es consecuencia de las instituciones sociales y políticas, o sea de instituciones de origen humano, apenas necesita ser subrayada. La igualdad de la polis griega, su isonomía, era un atributo de la polis y no de los hombres, los cuales accedían a la igualdad en virtud de la ciudadanía, no del nacimiento. Ni igualdad ni libertad eran concebidas como una cualidad inherente a la naturaleza humana, no eran fusei, dados por la naturaleza y desarrollados espontáneamente; eran nomoi, esto es, convencionales y artificiales, productos del esfuerzo humano y cualidades de un mundo hecho por el hombre.
Los griegos opinaban que nadie puede ser libre sino entre sus iguales, que, por consiguiente, ni el tirano, ni el déspota, ni el jefe de familia —aunque se encontrase totalmente liberado y no fuese constreñido por nadie— eran libres. La razón de ser de la ecuación establecida por Herodoto entre libertad y ausencia de poder consistía en que el propio gobernante no era libre; al asumir el gobierno sobre los demás, se separaba a sí mismo de sus pares, en cuya sola compañía podía haber sido libre. En otras palabras, había destruido el mismo espacio político, con el resultado de que dejaba de haber libertad para él y para aquellos a quienes gobernaba. La razón de que el pensamiento político griego insistiese tanto en la interrelacíón existente entre libertad e igualdad se debió a que concebía la libertad como un atributo evidente de ciertas, aunque no de todas, actividades humanas, y que estas actividades sólo podían manifestarse y realizarse cuando otros las vieran, las juzgasen y las recordasen. La vida de un hombre libre requería la presencia de otros. La propia libertad requería, pues, un lugar, donde el pueblo pudiese reunirse: el ágora, el mercado o la polis, es decir, el espacio político adecuado.
Si consideramos la libertad política en términos modernos, tratando de comprender en qué pensaban Condorcet y los hombres de las revoluciones cuando pretendían que la revolución tenía como objetivo la libertad y que el nacimiento de ésta suponía el origen de una historia completamente nueva, debemos, en primer lugar, advertir algo que es evidente: era imposible que pensasen simplemente en aquellas libertades que hoy asociamos al gobierno constitucional y que se llaman propiamente derechos civiles. «Ninguno de estos derechos, ni siquiera el derecho a participar en el gobierno, debido a que la tributación exige la representación, fueron en la teoría o en la práctica el resultado de la revolución. Fueron resultado de los «tres grandes y principales derechos»: vida, libertad y propiedad, con respecto a los cuales todos los demás sólo eran «derechos subordinados [esto es], los remedios o instrumentos que frecuentemente deben ser empleados a fin de obtener y gozar totalmente de las libertades reales y fundamentales» (Blackstone). Los resultados de la revolución no fueron «la vida, la libertad y la propiedad» en cuanto tales, sino su concepción como derechos inalienables del hombre. Pero incluso al extenderse estos derechos .a todos los hombres, como consecuencia de la revolución, la libertad no significó más que libertad de la coerción injustificada y, en cuanto tal, se identificaba en lo fundamental con la libertad de movimiento, — «el poder de trasladarse… sin coerción o amenaza de prisión, salvo el debido procedimiento legal»— que Blackstone, de completo acuerdo con el pensamiento político antiguo, consideraba como el más importante de todos los derechos civiles. Hasta el derecho de reunión, que se ha convertido en la libertad política positiva más importante, aparece todavía en la Declaración de Derechos americana como «el derecho del pueblo a reunirse pacíficamente y de dirigirse al gobierno para corregir sus agravios» (Primera Enmienda), por lo cual «el derecho de petición es históricamente el derecho fundamental» que, en su correcta interpretación histórica, significaría: el derecho a reunirse a fin de ejercer el derecho de petición. Todas estas libertades, a las que debemos sumar nuestra propia pretensión libres del miedo y de la pobreza, son sin duda esencialmente negativas; son consecuencia de la liberación, pero no constituyen un modo el contenido real de la libertad, la cual, como veremos más tarde, consiste en la participación, en los asuntos públicos o en la admisión en la esfera pública. Si la revolución hubiese tenido como objetivo únicamente la garantía de los derechos civiles, entonces no hubiera apuntado a la libertad, sino a la liberación de la coerción ejercida por los gobiernos que se hubiesen excedido en sus poderes y violado derechos antiguos y consagrados.
La dificultad reside en que la revolución, según la conocemos en la Edad Moderna, siempre ha estado preocupada a la vez por la liberación y por la libertad. Además, y debido a que la liberación, cuyos frutos son la ausencia de coerción y la posesión del «poder de locomoción», es ciertamente un requisito de la libertad —nadie podría llegar a un lugar donde impera la libertad si no pudiera mo-verse sin restricción—, frecuentemente resulta muy difícil decir donde termina el simple deseo de libertad como forma política de vida. Lo importante es que mientras el primero, el deseo de ser libre de la opresión, podía haberse realizado bajo un gobierno monárquico —aunque no, desde luego, bajo un gobierno tiránico, por no hablar del despótico—, el último exigía la constitución de una nueva forma de gobierno, o, por decirlo mejor, el redescubrimiento de una forma ya existente; exigía la constitución de una república. Nada es más cierto, mejor confirmado por los hechos, los cuales desgraciadamente, han sido casi totalmente descuidados por los historiadores de las revoluciones, que «las discusiones de aquella época fueron debates de principios entre los defensores del gobierno republicano y los defensores del gobierno monárquico».
Ahora bien, que sea difícil señalar la línea divisoria entre liberación y libertad en una cierta circunstancia histórica no significa que liberación y libertad sean la misma cosa, o que las libertades obtenidas como consecuencia de la liberación agoten la historia de la libertad, a pesar de que muy pocas veces quienes tuvieron que ver con la liberación y la fundación de la libertad se preocuparon de distinguir claramente estos asuntos. Los hombres de «las revoluciones del siglo XVIII tenían perfecto derecho a esta falta de claridad; era consustancial a su misma empresa descubrir su propia capacidad y deseo para «los encantos de la libertad», como los llamó una vez John Jay, sólo en el acto de la liberación. En efecto, las acciones y proezas que de ellos exigía la liberación los metió de lleno en los negocios públicos, donde de modo intencional, unas veces, pero las más sin proponérselo, comenzaron a constituir ese espacio para las apariciones donde la libertad puede desplegar sus encantos y llegar a ser una realidad visible y tangible. Debido a que no estaban en absoluto preparados para tales encantos, difícilmente podían tener plena conciencia del nuevo fenómeno. Fue nada menos que el peso de toda la tradición cristiana el que les impidió reconocer el hecho evidente de que estaban gozando de lo que hacían mucho más de lo que les exigía el deber.
Cualquiera que fuese el valor de la pretensión inicial de la Revolución americana —no hay tributación sin representación—, lo cierto es que no podía seducir en virtud de sus encantos. Cosa totalmente distinta eran los discursos y decisiones, la oratoria y los negocios, la meditación y la persuasión y el quehacer real que eran necesarios para llevar esta pretensión a sus consecuencias lógicas; gobierno independiente y la fundación de un cuerpo político nuevo. Gracias a estas experiencias, aquellos que, según la expresión de John Adams habían «acudido sin ilusión y se habían visto forzados a hacer algo para lo que no estaban especialmente dotados», descubrieron que «lo que constituye nuestro placer es la acción, no el reposo».
Lo que las revoluciones destacaron fue esta experiencia de sentirse libre, lo cual era algo, nuevo, no ciertamente en la historia.de Occidente —fue bastante corriente en la antigüedad griega y romana—, sino para los siglos que separan la caída del Imperio romano y el nacimiento de la Edad Moderna. Esta experiencia relativamente nueva, nueva al menos para quienes la vivieron, fue, al mismo tiempo, la experiencia de la capacidad del hombre para comenzar algo nuevo. Estas dos cosas —una experiencia nueva que demostró la capacidad del hombre para la novedad— están en la base del enorme «pathos» que encontramos en las Revoluciones americana y francesa, esta insistencia machacona de que nunca, en toda la historia del hombre, había ocurrido algo que se pudiese comparar en grandeza y significado, pretensión que estaría totalmente fuera de lugar si tuviéramos que juzgarla desde el punto de vista de su valor para la conquista dejos derechos civiles.
Sólo podemos hablar de revolución cuando está presente este «pathos» de la novedad y cuando ésta aparece asociada a la idea de la libertad. Ello significa, por supuesto, que las revoluciones son algo más que insurrecciones victoriosas y que no podemos llamar a cualquier golpe de Estado revolución, ni identificar a ésta con toda guerra civil. El pueblo oprimido se ha rebelado frecuentemente y gran parte de la legislación antigua sólo puede entenderse como una salvaguardia frente a la amenaza siempre latente, aunque raramente realizada, de un levantamiento de la población esclava. Por otra parte, la guerra civil y la lucha de facciones constituían para los antiguos uno de los mayores peligros a que tiene que hacer frente el cuerpo político; la philía de Aristóteles, esa curiosa forma de amistad que según él debía existir en la base de las relaciones entre los ciudadanos, fue concebida como el medio más seguro con que defenderse de dicha amenaza. Los golpes de Estado y las revoluciones palaciegas, mediante los cuales el poder cambia de manos de modo diverso, según la forma de gobierno donde se produce el golpe de Estado, suscitaron un temor menor, debido a que el cambio que supone está circunscrito a la esfera del gobierno y conlleva un mínimum de inquietud para el pueblo en su conjunto, pese a lo cual también fueron suficientemente conocidos y descritos. Todos estos fenómenos tienen en común con las revoluciones su realización mediante la violencia, razón por la cual a menudo han sido identificados con ella. Pero ni la violencia ni el cambio pueden servir para describir el fenómeno de la revolución; sólo cuando el cambio se produce en el sentido de un nuevo origen, cuando la violencia es utilizada para constituir una forma completamente diferente de gobierno, para dar lugar a la formación de un cuerpo político nuevo, cuando la liberación de la opresión conduce, al menos, a la constitución de la libertad, sólo entonces podemos hablar de revolución. Aunque nunca han faltado en la historia quienes, como Alcibíades, querían el poder para sí mismos, o quienes, como Catilina, fueron rerum novarum cupidi, sedientos de novedades, el espíritu revolucionario de los últimos siglos, es decir, el anhelo de liberar y de construir una nueva morada donde poder albergar la libertad, es algo inusitado y sin precedentes hasta entonces.
(Fuente: «Sobre la revolución» -cap. 1, II-, Alianza Editorial)
Pingback: Bitacoras.com