‘El teatro de la memoria’, de Simon Critchley
Por Ricardo Martínez Llorca
El teatro de la memoria
Simon Critchley
Traducción de Albert Fuentes
Alpha Decay
Barcelona, 2016
92 páginas
Apenas acabamos de leer su brillante ensayo Apuntes sobre el suicidio, cuando nos llega esta novela pequeña, en la que Simon Critchley (Nueva Yoork, 1960) es capaz de meter todo el mundo y toda la historia del mundo.
Así, en una lectura con apuntes, uno se siente tentado a decir que si Borges hubiera escrito una novela, se parecería mucho a El teatro de la memoria. El mismo título ya delata los temas borgianos: la vida como representación o la representación de la vida, es decir, lo falsario como verdad aparente, y una memoria en la que cabe no solo una enciclopedia, sino también la enciclopedia de la imaginación. Pero a esto, que Critchley trata con idéntica intensidad a la del escritor argentino, cabe añadir los juegos y asociaciones eruditas, cuya seriedad, en una escala de cero a diez, es la que nosotros quisiéramos asignarle, algo en lo que Borges era un experto. La relación es extensa: la necesidad ingenua de un lenguaje universal, el breve toque psicoanalítico, la historia antigua siempre vigente e influyendo, la biología en ciernes, los filósofos más vehementes, la anglofilia, la propia enciclopedia o el punto en el que se acumula todo el conocimiento, lo herético y su contrario, la esfera -forma perfecta-, el humanismo ilustrado, los sueños y la convicción de una intensidad mayor que la de la realidad de los sueños, el amor por los perfiles medievales incluyendo a la catedral y los textos también medievales, puros o fantásticos.
A todo esto, la edición en noventa y dos páginas es una edición engrosada, las fotografías de la construcción de un rascacielos, en orden inverso cronológico, nos invitan a pensar que la novela tal vez no ocupara más allá de cincuenta folios en el manuscrito original. Y en cincuenta folios Critchner no solo incrusta todo ello, sino que le da vida y coherencia, aunque a medida que se va deconstruyendo el edificio, surge el delirio. El texto, con la textura efectiva de los temas de Borges, bebe en realidad de Poe o de Kafka, pero también de Kleist. El protagonista es un profesor de universidad que recibe once cajas, cada una marcada con un signo del zodiaco, y a partir de sus contenidos comienza un viaje hacia el trastorno obsesivo compulsivo. La fatiga de vivir que siente ayuda a que el mal se apodere de su respiración. A medida que abre las cajas, se va dibujando un mapa de la representación de la realidad, que es la esencia del teatro, y que resume el imaginario geográfico mundial.
El estudio de los contenidos de las cajas le empuja a mezclar lo humano y lo divino, la ciencia y los límites de la imaginación, todo lo que concierne a la memoria, incluido el uso de ella más allá de la conciencia. Comienza así a interpretar su propia vida a partir de la representación de la realidad, e intenta interpretar su vida y el mundo a su alcance como un plano predictivo cuya estructura encuentra en los contenidos de las cajas. Es así como la memoria muestra su cara de sedimento de la intuición, y esta queda vinculada a la astrología. La obsesión del narrador terminará por hacerle viajar desde Nueva York a Holanda, donde abrirá la duodécima caja, que llegará más tarde, y cuyo contenido provocará el fin de su humanidad. Hay muchas formas de perder la vida, y muchas más para un hombre que desde el principio está cansado de ella. En ese sentido, esta novela, un alarde de imaginación y juicio, se vincula al ensayo sobre el suicidio del mismo autor, que hemos leído hace apenas unas semanas. Con esto, no estamos aventurando nada sobre el final. De hecho, en esta reseña apenas hemos hecho otra cosa que invitar al lector a abordar la novela. El resto, como dijo el poeta inglés, es silencio.