‘Nefando’: convulsión por exceso

Por Vega Sánchez-Aparicio

Nefando

Mónica Ojeda

Candaya.

Barcelona, 2016.

208 págs.

 

nefandoNo es frecuente encontrarse ante una escritura capaz de quebrantar la parálisis lectora. Cuando esto sucede, detrás del lenguaje actúa una voz tan poderosa como inquietante que, en ciertas ocasiones, precipita la enunciación. Este es el caso de la escritora Mónica Ojeda (Guayaquil, Ecuador, 1988), decidida a subvertir taxonomías y fronteras discursivas, como lo demuestra su trayectoria literaria desarrollada en la prosa — La desfiguración Silva (Premio Alba Narrativa 2014)— y en la poesía —El ciclo de las piedras (Premio Nacional de Poesía Desembarco 2015).

Que el término ‘nefando’ aluda a aquello que no debe ser mencionado y que, además, esté vinculado, por familia léxica, a ‘inefable’ no es baladí; y tampoco lo es que la novela que nos ocupa inquiera, en la propia escritura, cómo dar cuenta de “lo que no se ha dicho nunca” (94) o, mejor aún, cómo representar lo prohibido. Quizá la respuesta radique en una caja de empatía que transcienda categorías, registros y órdenes fijados, ideada a base de estructuras codificadas, nebulosas y tensas conexiones rizomáticas, no exenta de efectos secundarios.

El texto deviene, entonces, en un artefacto construido por transcodificación, esto es, mediante un trasvase semiótico de los discursos —entrevistas, testimonios, novelas, relatos, poemas, crónicas o foros en la red—, y esta simulación transmedia se aproxima a Alba Cromm (Seix Barral, 2010), de Vicente Luis Mora. Sin embargo, mientras que la obra de Mora muta visual y textualmente en una revista cuyo reportaje agrupa diversos medios, en Nefando cada ampliación de los contenidos transfiere al lector una experiencia no solo poliestética sino polisensorial. Se plantea —tal como uno de los personajes reflexiona, “el poema es mirada y no la letra” (166)— un videojuego intuido, que también es mirada, velado en vez de novelado, programado solo a través de un lenguaje potencial que, sin verbalizarse, es “simulacro del simulacro”, percibido ya por César Aira.

En esta novela del exceso (o en este “barroco frío”, como define Francisca Noguerol el prototipo narrativo), la misma articulación examina todas las variantes para contar el horror. Así pues, Mónica Ojeda penetra en el origen del trauma, que a su vez supone la génesis de lo perverso, con los mecanismos de una escritura doliente: el lenguaje agonizado en un silencio que dice o intuye; la oscuridad de la palabra, convertida en código que ejecuta lo que está o se oculta en el texto; la enumeración inexpresiva y objetivada del espanto, tan potente como la de un Bolaño en 2666 (Anagrama, 2004); o la crueldad de una narración, a caballo entre la prosa y la poesía, que provoca y conmociona. De ahí que las imágenes se dispongan a base de capas de información sesgada o ambigua, por momentos satírica, por otros hiriente, en una novela procesual, creada, destruida y destructora, en el transcurso de la lectura. Asimismo, su inagotable intertextualidad (un dato: más de cien referencias componen una heterogénea nómina de obras y autores, reales o ficticios) acentúa un entorno asfixiante inmerso en la paranoia y el abismamiento. Existe, por tanto, un deseo de acumulación que deriva, como bien se advierte en un pasaje, de “desa(r)marte” (31); dualidad que no hace sino subrayar una escritura cargada de violencia y llevada al límite de lo imaginable.

Los personajes, sus testimonios y vivencias se comparan dentro de la novela con la basura o el desperdicio. Y es que, Mónica Ojeda incorpora al desecho una sustancia dolorosa que reformula el recuerdo y que traza una visión provocadora y desconcertante de la infancia. La pulsión sexual se combina con otra creativa, y ambas se incrustan en la identidad de los personajes produciendo una realidad aumentada, una espiral de deseo nunca satisfecho, que no desiste de seguir produciendo a partir de líneas muertas. Este exceso de maldad, percibido en los episodios de dos adolescentes hipersexualizados y violentos de la novela de Kiki, establece un correlato con el corrompido-corrupto, con la maquinaria de un videojuego del victimario. Por ello, lo que Nefando ofrece es una distopía del hoy, donde no es necesaria la ciencia ficción para evidenciar que las acciones del individuo, en cuanto humanas, pueden ser monstruosas.

Vega Sánchez-Aparicio conversa con Mónica Ojeda
Vega Sánchez-Aparicio conversa con Mónica Ojeda

Nefando narra y no narra la construcción de un videojuego, describe y no describe los abusos sexuales de la infancia, condena y no condena las atrocidades de un ser humano más que humano. Y es ahí, en esa intersección, donde interpela a un lector gradualmente seducido, donde las víctimas, y con ellas el lenguaje, lo perturban. Porque la lectura exige, impide apartar la mirada, y en esta lógica opera la crueldad de la escritura: “Me obligo a verlo. Tengo que verlo todo. Ese es mi papel aquí. Ese es mi único deber” (152).  La novela, por tanto, se desencarna de moral y de dogmas reclamando al copartícipe, quien recoge esa lengua del ‘desarme’ sumido en la vergüenza y ahogado por el exceso.

Sin caer en una actitud maniquea, como también logra Cristina Rivera Garza en La muerte me da (Tusquets, 2007), Mónica Ojeda consigue —y resulta necesario agradecerle, desde aquí, a la editorial Candaya su acertado hallazgo—, producir un registro que se adhiere al después de la lectura. Quizá, por tanto, la clave está en los códigos, en reprogramarlos a través un lenguaje que repulsa su propia articulación y estructura.

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