Amar la herida, Carmen Juan
Carmen Juan
Por Daniel Bernal Suárez
@danielbersua
Sobre la obra poética de los jóvenes suele repetirse el aserto de Juan Ramón Jiménez: «Alentar a los jóvenes; exijir, castigar a los maduros; tolerar a los viejos». No pocas veces, sin embargo, en los últimos años, se ha alentado excesivamente a jóvenes poetas por primeras, segundas y terceras obras muy mediocres. La exigencia, mesurada, debiera acompañar a la celebración sin excesos. Sin embargo, no deja de ser cierto que en la última década ha emergido una cantidad de voces interesantes y que pueden aportar aspectos renovadores.
De entre la nueva hornada de jóvenes poetas, hoy quiero dedicar un espacio a hablar del primer libro de Carmen Juan (Alicante, 1990), Amar la herida, que se hizo acreedor del VII Premio de Poesía Joven Pablo García Baena. El jurado valoró «la sorprendente madurez del libro galardonado, que revela una voz ya hecha. Destacó, de igual forma, la diversidad y originalidad de sus referencias, no exclusivamente literarias, así como el oficio de un libro que mantiene tono e intensidad de principio a fin».
Aunque el método generacional entró en descrédito hace ya varias décadas, lo cierto es que no pocas poetas jóvenes confluyen en cierta tonalidad expresiva, en ciertos temas predominantes, en la construcción de un particular sujeto poético, en un lenguaje con tics similares. Más allá, claro está, de la configuración singular de cada una de esas voces y de la valía que alcanzan las obras particulares. Ignoro hasta qué punto se deben estas confluencias a designios de la época y la geografía, y cuánto a un determinado clima cultural, a unas lecturas comunes. Algunas de las características que apuntaremos de nuestra autora pueden rastrearse en otras jóvenes poetas, especialmente en todo lo que atañe a la visión del mundo que irradia y cómo se configura su voz desde una forma concreta de pensar la existencia.
Amar la herida es un poemario que sorprende por la unidad de su tono: no sólo en cuanto a su lenguaje, a ratos híbrido, y siempre punzante, sino por un conjunto de imágenes aglutinantes: las niñas, el bicho, la herida, la bestia. Tras la pieza inicial, Ya lo advertiste, los poemas se estructuran en tres secciones: La batalla, La herida y La muerte. Como si se tratara de un drama en tres actos que describiera un conflicto esencial.
Los textos de Amar la herida parten de un yo desituado, que transmite una sensación de hallarse permanentemente fuera de lugar, aquejado de cierta raíz melancólica (y aún adolescente, podría pensarse en primera instancia). Pero este yo que que se construye a partir de la noción de diferencia, no se mantiene en un aislamiento egótico, sino que funda un nosotros: de ahí, pues, que se efectúe una descripción de la diferencia que afecta a una colectividad que el yo poético tiende a simbolizar. Un nosotros, o nosotras, que se caracterizaría por una imposibilidad manifiesta:
No podemos, no sabemos
abandonar lo oscuro.
Pero, ¿cuál es el germen (o gérmenes) de esta oscuridad? A lo largo del poemario se revelan múltiples: la herida es plural, y en ella se injertan el miedo, la conciencia de ser diferente, el dolor por el binomio amor/desamor o la intuición precoz de la muerte.
El uso de ciertos paralelismos y repeticiones (reduplicaciones, anáforas) y las elipsis y encabalgamientos, así como la irregularidad rítmica, crean una suerte de percusión extraña, donde acaso los conceptos de espesura y viscosidad sean adecuados para situarnos.
La infancia es vista a ratos no como un puro signo del pasado, un tiempo perdido, sino como una especie de estadío larvario incompleto y origen, a su vez, de una herida fundacional. Además de que el sujeto poético incide en la peculiaridad de su forma de ser niña, que es referida mediante la expresión bicho, o también mediante alusiones a la enfermedad (contagio, virus). En los seis fragmentos que componen el primer texto de la sección La batalla se desarrollan estas cuestiones recurriendo siempre a la oposición entre las otras niñas y nosotras:
Las niñas crecieron ordenadamente.
Nosotras desarrollamos extremidades invisibles,
Alcanzábamos con ellas el fondo de cuevas oscuras.
Hay una dialéctica tensional entre el genérico “las niñas” que “crecieron ordenadamente” o que eran “pudor / mujer / silencio” y “nosotras”, como conjunto de seres diferentes: con la herida, jugando a ser el bicho, que quizás se afanan en el descubrimiento de la masturbación y que no rehúyen un trasfondo de crueldad. Las niñas resultan ser hermosas aunque no lo fueran, mientras que las aglutinadas en torno a ese “nosotras”, se mordían los labios para provocar la llaga. Subyace a esta dicotomía un principio de rebeldía frente a lo que es contemplado como la institucionalización de un estereotipo de infancia femenina y no es de extrañar, a este respecto, el engarce con figuras como Frida Kahlo o Alejandra Pizarnik, que configuran un cierto imaginario de malditismo y rebeldía en muchos sentidos. Con la poeta argentina, dicho sea de paso, dialoga Carmen Juan en numerosos textos, en ocasiones de un modo velado y, en otras, explícito.
Los versos del presente volumen destilan una mixtura de ingenuidad y visceralidad, donde los hechos u objetos más inocuos pueden aparecer al lado de otros cuya cercanía genera la perturbación de lo insólito:
Las vísceras cerca del pelo. Habrá que desenredarlas
Luego con un peine de carey y nácar.
El signo cuerpo es asumido no desde una aproximación límpida e higiénica, sino desde la perspectiva de la visceralidad: la dimensión orgánica y carnal que entraña el cuerpo, alejada de todo tratamiento aséptico, y con toda la carga de impureza que le es intrínseca.
Acaso los mejores poemas de todo el libro sean La lengua de las bestias y Diomedeidae.
Este primer libro de Carmen Juan nos habla, como hemos comentado, de una herida plural: la palabra encarna entonces una forma extrema de lucidez por explorar los vericuetos que la memoria nos brinda. Pero no para procurar una rauda cicatrización, sino tomar conciencia del propio ser a través de esas heridas recibidas. Entre otras muchas cosas, somos nuestro dolor acumulado. De ahí el título que alude no a un proceso de distanciamiento, sino de asunción en la forma más radical que podría darse: amando la herida. Y en ello radica, qué duda cabe, una pulsión por asumir la vida en su cabal plenitud, sin subterfugios frente a la laceración o la angustia.
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