William Morris: «Trabajo útil frente a esfuerzo inútil»
«El título que figura arriba puede chocar por su extrañeza a algunos de mis lectores. La mayor parte de la gente da por sentado hoy en día que todo trabajo es útil, y la mayoría de la gente acomodada que todo trabajo es deseable. La mayoría, sea o no acomodada, cree que, cuando un hombre está haciendo un trabajo que es aparentemente inútil, de todas formas se está ganando la vida con él —está «empleado», como dice la expresión—; y la mayoría de los que son gente acomodada animan con felicitaciones y alabanzas al feliz trabajador que se priva de todo placer y vacaciones por la sagrada causa del trabajo. En suma, se ha convertido en un artículo de fe de la moral moderna que todo trabajo es bueno en sí mismo, una creencia conveniente para quienes viven del trabajo de otros. Pero en lo que se refiere a estos últimos, a cuya costa viven aquellos, les recomiendo que no lo crean a pies juntillas, sino que profundicen en la cuestión un poco más.
Admitamos, en primer lugar, que el género humano no tiene más remedio que, o bien trabajar, o bien perecer. La Naturaleza no nos concede nuestro sustento gratis: nos lo tenemos que ganar mediante un trabajo de alguna especie o grado. Veamos, pues, si nos ofrece alguna compensación por esta obligación de trabajar, ya que en otros asuntos se ocupa ciertamente de hacer que los actos necesarios para la continuidad del individuo y la especie no sólo sean soportables, sino, incluso, placenteros.
Pueden ustedes estar seguros de que así es, de que es propio de la naturaleza del hombre, cuando no se halla enfermo, disfrutar de su trabajo dadas ciertas condiciones. Y, sin embargo, debemos decir, en contra de la mencionada alabanza hipócrita de todo trabajo, cualquiera que éste sea, que hay trabajos que, lejos de ser una bendición, son una maldición, que sería mejor para la comunidad y para el trabajador si a este último le diera por cruzarse de brazos, negarse a trabajar, y prefiriera o morir o dejar que le mandáramos a un asilo de pobres o a la cárcel, lo que ustedes quieran.
Como ven, hay dos tipos de trabajo: uno bueno y otro malo; uno no muy alejado de ser una bendición y de hacer más fácil y alegre la vida; el otro una maldición, un lastre para nuestra vida.
¿Cuál es, entonces, la diferencia entre ellos? Esta: uno contiene esperanza, el otro no. Es de hombres hacer un tipo de trabajo y de hombres también negarse a hacer el otro.
¿Y cuál es la naturaleza de la esperanza que, cuando está presente en el trabajo, hace que merezca la pena realizarlo?
Es una triple esperanza, según creo: la esperanza en el descanso que vendrá, la esperanza en el producto que obtendremos y la esperanza del placer que hallaremos en el trabajo mismo; y la esperanza, también, de que haya abundancia y calidad en todas esas cosas. Esto es, un descanso lo bastante largo y bueno para que merezca la pena descansar, un producto que le merezca la pena obtener a todo el que no sea ni un tonto ni un asceta, un placer lo bastante intenso como para que tengamos conciencia de él mientras trabajamos, no un mero hábito cuya pérdida sintamos como sentiría un hombre nervioso la pérdida del trozo de cuerda con el que jugaban sus dedos.
He colocado la esperanza de descansar en primer lugar porque es la parte más simple y natural de nuestra esperanza. Por mucho placer que se encuentre en la realización de algunos trabajos, lo cierto es que todo trabajo conlleva siempre un esfuerzo, un sufrimiento: el esfuerzo animal que supone movilizar nuestras dormidas energías para que entren en acción, o el miedo animal al cambio cuando nos sentimos a gusto; y la compensación por ese esfuerzo animal es un descanso animal. Cuando estamos trabajando tenemos que saber que llegará el momento en que no tengamos que seguir trabajando. Asimismo, cuando llegue el descanso, debe ser lo bastante largo como para poder disfrutarlo; debe durar más de lo que es simplemente necesario para recuperar la fuerza de trabajo que hemos consumido en el trabajo, y debe ser también un descanso animal en el hecho de que no ha de ser perturbado por la ansiedad o, de lo contrario, no seremos capaces de disfrutarlo. Mientras tengamos esa cantidad y clase de descanso, no estaremos en peor situación que las bestias.
En cuanto a la esperanza de cosechar el producto, ya he dicho que la Naturaleza nos obliga a trabajar con ese fin. A nosotros nos corresponde encargarnos de que de verdad sea algo lo que produzcamos, y no nada, o al menos nada que no queramos o podamos utilizar. Mientras cuidemos de esto y dirijamos nuestra voluntad a ese objetivo, seremos mejores que las máquinas.
La esperanza de hallar placer en el trabajo mismo: ¡cuán extraña debe parecer esa esperanza a algunos de mis lectores, a la mayoría de ellos! Empero, yo opino que todas las criaturas encuentran placer en el ejercicio de sus energías y que incluso las bestias disfrutan siendo ágiles y rápidas y fuertes. Mas un hombre que, al trabajar, sabe que algo tendrá existencia porque él está trabajando y poniendo su voluntad en ello, está ejercitando tanto las energías de su mente y espíritu como las de su cuerpo. La memoria y la imaginación le ayudan mientras trabaja. No sólo sus propios pensamientos, sino también los de hombres de otras épocas guían sus manos; y, como parte del género humano, crea. Mientras trabajemos así seremos seres humanos y nuestros días serán felices y memorables.
Así pues, el trabajo valioso lleva aparejada la esperanza en el placer del descanso, la esperanza en el placer de usar lo que producimos y la esperanza en el placer que nos proporcionará el ejercicio de nuestra destreza creativa de cada día.
Cualquier otro trabajo que no sea así carece de valor; es trabajo de esclavos —simple trabajo de bestias para poder vivir, vivir para trabajar.
Consiguientemente, y puesto que tenemos, por así decirlo, una balanza en la que pesar el trabajo que se hace actualmente en el mundo, utilicémosla. Estimemos el valor de nuestro trabajo después de tantos miles de años de duro trabajo, de tantas promesas de esperanza aplazadas, de celebrar tan jubilosamente el progreso de la civilización y la consecución de libertad.
Ahora bien, la primera cosa y la más fácil de advertir en relación con el trabajo realizado en la civilización es que se halla distribuido de forma muy desigual entre las distintas clases de la sociedad. En primer lugar, existen personas —y no precisamente unas pocas— que no trabajan ni simulan trabajar. A continuación están las personas, un gran número de ellas, que trabajan bastante, aunque con comodidades y vacaciones en abundancia, reclamadas y concedidas. Por último, hay personas que trabajan tanto que puede decirse que no hacen otra cosa que trabajar, y por ello son llamadas «clases trabajadoras», para distinguirlas de las clases medias y de los ricos o aristocracia, a los que he mencionado antes.
Está claro que esa desigualdad pesa gravemente sobre la clase «trabajadora» y que ha de tender visiblemente a destruir su esperanza de descanso y, así, a hacer que su situación sea peor que la de las simples bestias del campo. Pero eso no es el final de nuestra locura consistente en convertir trabajo útil en trabajo inútil, sino tan sólo el principio.
Pues, en primer lugar, en lo que concierne a los ricos que no trabajan, todos sabemos que consumen muchísimo, a pesar de no producir nada. Por lo tanto, se les tiene que mantener claramente a expensas de aquellos que sí trabajan, de igual modo que se hace con los indigentes, y son una mera carga para la comunidad. En los tiempos que corren hay muchos que han aprendido a darse cuenta de esto, aunque no son capaces de ver los demás males de nuestro sistema actual, ni han forjado ningún plan para deshacerse de esa carga; aunque tal vez sí tengan una esperanza difusa en que los cambios en el sistema de votación puedan, como por arte de magia, apuntar en esa dirección. No merece la pena molestarse en examinar tales esperanzas o supersticiones. Por otra parte, esa clase, la aristocracia, en una época considerada la más necesaria al Estado, es escasa en número y no tiene ahora ningún poder propio, sino que depende del apoyo de la clase que le sigue inmediatamente: la clase media. Efectivamente, ésta está formada por los hombres de más éxito de esa clase, o bien por sus descendientes directos.
En cuanto a la clase media, que incluye en su seno las clases comerciante, manufacturera y profesional de nuestra sociedad, parece, por regla general, que trabaja bastante y por tanto, a primera vista, podría considerarse que ayuda a la comunidad y que no constituye carga alguna. Sin embargo, la mayor parte con diferencia de esas personas, aunque trabajen, no producen, e incluso cuando sí producen, como en el caso de aquellos ocupados (de forma verdaderamente despilfarradora) en la distribución de bienes, o los médicos, o los artistas y hombres de letras genuinos, consumen, sin embargo, en cantidades fuera de toda proporción con lo que les correspondería. Los que forman la parte comercial y manufacturera de esta clase, los más poderosos, consagran, a su vez, su vida y sus energías a luchar entre sí por sus respectivas porciones de riquezas que obligan a producir a los verdaderos trabajadores. Los demás son casi enteramente parásitos de éstos; no trabajan para el público en general, sino sólo para una clase privilegiada: son los parásitos de la propiedad; a veces, como en el caso de los abogados, sin tapujos; a veces, como los médicos y otros anteriormente mencionados, aunque tienen pretensiones de utilidad, no sirven frecuentemente para nada salvo para sostener el sistema disparatado de fraude y tiranía del que forman parte. Y todos éstos tienen normalmente, conviene recordar, un objetivo a la vista: no la producción de servicios útiles , sino la consecución de una posición para sí mismos y para sus hijos que les permita no tener que trabajar en absoluto. Es su ambición y la meta de su vida entera obtener, si no para sí mismos, al menos para sus hijos, la sublime posición de ser una carga evidente para la comunidad. El trabajo en sí mismo, a pesar de la fingida dignidad con la que lo rodean, no les importa lo más mínimo, exceptuando a unos cuantos entusiastas, hombres de ciencia, arte o letras, los cuales, si no son la sal de la tierra, son al menos (¡y es una lástima!) la sal del lamentable sistema del que son esclavos, el cual les estorba y frustra constantemente e incluso, en ocasiones, los corrompe.
Nos hallamos aquí, pues, ante otra clase, esta vez muy numerosa y todopoderosa, que produce muy poco y consume una enormidad y que es, por consiguiente, mantenida principalmente, al igual que los indigentes, por los productores reales. En cambio, la clase que resta considerar produce todo lo que es producido y se mantiene tanto a sí misma como a las demás clases, aunque es colocada en una posición de inferioridad con respecto a ellas: una verdadera inferioridad, en efecto, que implica una degradación tanto de mente como de cuerpo. Pero es consecuencia necesaria de esta tiranía y locura el hecho de que, de nuevo, muchos de estos trabajadores no sean productores. Un vasto número de ellos son, otra vez, meros parásitos de la propiedad, y algunos de ellos de forma abierta, como son los soldados de mar y tierra, los cuales se mantienen en pie para perpetuar las rivalidades y hostilidades nacionales y para cubrir las necesidades derivadas de la lucha nacional por la apropiación del producto del trabajo no pagado. Pero, además de esta carga evidente que pesa sobre los productores y la no menos evidente carga del servicio doméstico, existen otras: está, en primer lugar, el ejército de oficinistas, dependientes de tienda, etc., los cuales se hallan empleados al servicio de la guerra privada por la riqueza, la cual, como se ha dicho antes, es la verdadera ocupación de la clase media acomodada. Estos constituyen un colectivo de trabajadores más numeroso de lo que podría suponerse, pues incluye, entre otros, a todos aquellos cuya tarea es la que podría denominarse venta competitiva, o, por usar una expresión mucho menos digna, darle bombo a las mercancías , que ha llegado a tal extremo que hay muchas cosas que cuesta mucho más vender de lo que cuesta fabricar.
A continuación está toda la masa de gente ocupada en la fabricación de todos esos estúpidos artículos de lujo cuya demanda es el resultado de la existencia de clases ricas e improductivas; cosas que nunca pediría y con las que nunca soñaría gente que llevara una vida noble, no corrupta. A estas cosas, sea quien sea el que me contradiga, me negaré siempre a llamar riqueza: no son riqueza, sino desperdicio. Riqueza es todo aquello que nos proporciona la Naturaleza y todo aquello que un hombre sensato puede construir con los dones de la Naturaleza para un uso razonable. La luz del sol, el aire fresco, la faz de la tierra sin estropear, la comida, el vestido, y una vivienda necesaria y digna; la acumulación de conocimiento de todas clases y el poder de extenderlo; los medios de comunicación libres entre hombre y hombre; las obras de arte, la belleza que el hombre crea cuando es más plenamente hombre, lleno de aspiraciones y atención en su trabajo —todas las cosas que hacen el placer de la gente libre, noble, sin corromper—. Eso es la riqueza. Y no puedo pensar en nada que merezca la pena tener que no pueda aparecer bajo uno de esos encabezamientos. Sin embargo, piensen, se lo ruego, en la producción de Inglaterra, el taller del mundo, y ¿es posible que no les deje perplejos, como a mí, pensar en la masa de cosas que ningún hombre en su sano juicio podría desear, pero que nuestro trabajo inútil produce —y vende—?
Ahora bien, existe una industria aún más triste, en la que muchos se ven obligados a trabajar, muchísimos de nuestros trabajadores: la fabricación de artículos que les son necesarios a ellos y a sus hermanos precisamente porque son una clase inferior. Pues si muchos hombres viven sin producir, es más, tienen que llevar vidas tan vacías y estúpidas como para forzar a una gran parte de los trabajadores a producir artículos que nadie necesita, ni siquiera los ricos, se sigue de ello que la mayoría de los hombres han de ser pobres; y, viviendo como viven con los salarios que proceden de aquellos a los que mantienen, no pueden conseguir para su uso los bienes que los hombres desean naturalmente, sino que no tienen más remedio que aguantarse con lamentables sucedáneos, con comida tosca que no alimenta, con ropa infame que no abriga, con casuchas miserables que bien podrían hacer que un habitante de ciudad en nuestra civilización sintiera nostalgia de la tienda de una tribu nómada o de la cueva del salvaje prehistórico. Pero es más: los trabajadores tienen, incluso, que colaborar en el gran invento industrial de nuestro tiempo, la adulteración, y, prestando esa ayuda, producir para su propio uso simulacros y ridículas imitaciones del lujo de los ricos; y es que los asalariados tienen siempre que vivir como les ordenen los que pagan los salarios, y hasta sus propios hábitos de vida les han sido impuestos por sus amos.
Pero no quiero perder el tiempo intentando expresar con palabras el desprecio que me merece la tan elogiada producción mala y barata de nuestra época. Baste con decir que esa baja calidad le es necesaria al sistema de explotación sobre el que descansa la manufactura moderna. En otras palabras, nuestra sociedad comprende a una gran masa de esclavos a quienes se debe alimentar, vestir, alojar y divertir como esclavos y su necesidad diaria les obliga a fabricar los artículos de esclavo cuyo uso resulta ser la perpetuación de su esclavitud.
En resumen, en lo que concierne a la forma de trabajo de los Estados civilizados, estos Estados están formados por tres clases: una clase que ni siquiera simula trabajar, una clase que sí tiene pretensiones de trabajar pero que no produce nada, y una clase que trabaja pero que es obligada por las otras dos clases a hacer un trabajo que con frecuencia es improductivo.
La civilización, por tanto, derrocha sus propios recursos y lo seguirá haciendo mientras dure el presente sistema. Estas son palabras frías para describir la tiranía bajo la cual sufrimos; intenten, pues, pensar en lo que significan.
Hay en el mundo una cierta cantidad de recursos y fuerzas naturales, así como una cierta cantidad de energía laboral inherente a los hombres que lo habitan. Los hombres, impulsados por sus necesidades y deseos, han trabajado durante muchos miles de años en la tarea de subyugar las fuerzas de la Naturaleza y de convertir las materias primas en algo útil para ellos. A nuestros ojos, y puesto que no podemos ver el futuro, esa lucha con la Naturaleza parece estar casi acabada y la victoria del género humano sobre ella parece casi completa. Y, volviendo los ojos al pasado, al tiempo en que comenzó la historia, advertimos que el progreso de esa victoria ha sido, con diferencia, más rápido y asombroso en los últimos doscientos años que nunca antes. Con seguridad nosotros, hombres modernos, deberíamos estar, por ello, en una situación inmensamente mejor que cualquiera de los que nos han precedido. Sin duda, deberíamos todos y cada uno de nosotros ser ricos y estar bien provistos de las cosas buenas que nuestra victoria sobre la Naturaleza ha conquistado para nosotros.
Sin embargo, ¿cuál es la realidad? ¿Quién se atreverá a negar que la gran masa de hombres civilizados son pobres? Tan pobres son que no es sino puro infantilismo molestarse en discutir si en algunas cosas están un poquito mejor que sus antepasados. Son pobres; y tampoco puede ser comparada su pobreza con la pobreza de un salvaje sin recursos, pues éste no conoce nada más que su pobreza; tener frío, hambre, estar sin techo, sucio, ser ignorante, todo esto es tan natural para él como tener una piel. Pero en nosotros, en la mayoría de nosotros, la civilización ha alimentado deseos que nos impide satisfacer y, por consiguiente, no es sólo avara, sino también una torturadora.
De esta manera nos han robado, pues, los frutos de nuestra victoria sobre la Naturaleza; así, se ha convertido la obligación que nos impone la Naturaleza de trabajar —con esperanza de obtener descanso, ganancia y placer— en una obligación impuesta por el hombre, obligación de trabajar con esperanza —¡de vivir para trabajar!
¿Qué haremos, pues? ¿Podemos arreglarlo?
Pues bien, recuerden una vez más que no fueron nuestros ancestros remotos quienes alcanzaron la victoria sobre la Naturaleza, sino nuestros padres o, mejor, nosotros mismos. Quedarse sentados, sin esperanza, desvalidos, sería, pues, un disparate ciertamente absurdo: tengan ustedes la certeza de que podemos enmendarlo. ¿Qué es, entonces, lo primero que hay que hacer?
Hemos visto cómo la sociedad moderna se divide en dos clases, una de las cuales tiene el privilegio de ser sostenida por el trabajo de la otra, es decir, obliga a la otra a trabajar para ella y le roba a esta clase inferior todo lo que puede quitarle y utiliza la riqueza así arrebatada para mantener a sus propios miembros en una situación de superioridad, para convertirlos en seres de un orden superior a los otros: seres que viven más, que son más bellos, más respetados, más refinados que los de la otra clase. No digo que esta clase superior se moleste en hacer que sus miembros sean más longevos, bellos o refinados en un sentido positivo, sino que pone su empeño meramente en que sean así en términos relativos con respecto a la clase inferior. Como, por otra parte, no sabe utilizar la fuerza de trabajo de la clase inferior de forma honrada, para producir una riqueza auténtica, la derrocha íntegramente produciendo basura.
Es este robo y derroche por parte de la minoría lo que mantiene pobre a la mayoría; si pudiera demostrarse que es necesario conformarse con esta situación para salvaguardar la sociedad, poco más podría decirse sobre este asunto, salvo que la desesperación de la mayoría oprimida acabaría alguna vez por destruir la Sociedad. Pero se ha demostrado, por el contrario, incluso mediante experimentos tan incompletos como, por ejemplo, la así llamada Cooperación, que la existencia de una clase privilegiada no es en absoluto necesaria para el «gobierno» de los productores de riqueza o, en otras palabras, para el mantenimiento del privilegio.
El primer paso que habría que dar sería la abolición de una clase de hombres que tienen el privilegio de eludir sus deberes como hombres y que, de este modo, pueden obligar a otros a hacer el trabajo que ellos se niegan a hacer. Todo el mundo debe trabajar de acuerdo con su destreza y producir, así, lo que consume; esto es, cada hombre debería trabajar lo mejor que sabe para conseguir su propio sustento y su sustento debería asegurársele, es decir, todos los beneficios que la sociedad proporcionaría a todos y cada uno de sus miembros.
De esta manera se fundaría, por fin, una verdadera Sociedad. Esta descansaría sobre la igualdad de condición. Ningún hombre sería atormentado en beneficio de otro; es más, ni un solo hombre sería atormentado en beneficio de la Sociedad. Ni tampoco puede llamarse Sociedad a un orden que no sea mantenido en beneficio de todos y cada uno de sus miembros.
Pero, puesto que los hombres viven ahora pobremente como viven, de forma que mucha gente no produce en absoluto y se desperdicia tanto trabajo, está claro que, en unas condiciones en las que todos produjeran y no se derrochase trabajo, no solamente trabajarían todos con la esperanza segura de obtener con su trabajo la parte que les correspondiera de riqueza, sino también sabiendo que no les faltaría el descanso merecido. Aquí tenemos, pues, dos de las tres clases de esperanza mencionadas antes como una parte esencial de todo trabajo valioso que se han de asegurar al trabajador. Cuando el robo de clase sea abolido, cada hombre cosechará el fruto de su trabajo y cada hombre tendrá el descanso que le corresponde, esto es, tiempo libre. Algunos Socialistas podrían decir que no necesitamos ir más lejos; basta con que el trabajador obtenga todo el producto de su trabajo y que su descanso sea abundante. Pero, aunque se logre abolir la coacción ejercida por la tiranía del hombre, yo exijo una compensación por la coacción que ejerce la necesidad de la Naturaleza. Mientras el trabajo sea repulsivo, seguirá siendo una carga que tenemos que soportar a diario y que, incluso aunque fueran pocas las horas de trabajo, estropearía nuestra vida. Lo que queremos hacer es aumentar nuestra riqueza sin que disminuya nuestro placer. La Naturaleza no será conquistada hasta que nuestro trabajo se convierta en una parte del placer de nuestras vidas.
El primer paso para liberar a la gente de la obligación de trabajar nos pondrá, al menos, en camino hacia ese objetivo feliz, pues tendremos entonces tiempo y oportunidades para realizarlo. Tal y como están las cosas ahora, entre el desperdicio de fuerza de trabajo producido por la ociosidad y el desperdicio provocado por un trabajo improductivo, está claro que el mundo civilizado es sostenido por una parte pequeña de su gente; si todos trabajaran útilmente para su mantenimiento, la proporción de trabajo que cada uno tendría que realizar sería pequeña y nuestro nivel de vida estaría más o menos a la altura del que las personas acomodadas y refinadas creen en la actualidad que es deseable. Nos sobrará fuerza de trabajo y seremos, en resumen, tan ricos como nos plazca. Será fácil vivir. En cambio, si bajo nuestro sistema actual nos despertáramos una mañana y encontráramos la vida fácil, ese sistema nos obligaría a ponernos a trabajar inmediatamente y a hacer más dura la vida; llamaríamos a eso «desarrollar nuestros recursos» o algún otro bonito nombre. La multiplicación del trabajo se ha convertido en una necesidad para nosotros, y mientras eso continúe así ningún ingenio en la invención de máquinas nos será útil de verdad. Cada nueva máquina ocasionará una cierta cantidad de desgracia a aquellos trabajadores cuya rama industrial perturbe; así, muchos de los trabajadores cualificados se verán reducidos a la condición de no cualificados y, al final, las cosas acabarán por deslizarse a su curso habitual y de nuevo todo marchará, aparentemente, como la seda; y si no fuese porque todo esto está preparando la revolución, las cosas seguirían estando para la mayor parte de los hombres exactamente igual que antes del nuevo invento prodigioso.
Pero cuando la revolución haya hecho «fácil vivir», cuando todos estén trabajando juntos en armonía y no haya nadie que robe su tiempo al trabajador, es decir, su vida; en esos días que han de llegar no existirá una coacción sobre nosotros que nos obligue a seguir produciendo cosas que no queremos y a trabajar por nada a cambio: entonces podremos pensar con calma y detenimiento lo que hacer con nuestra riqueza de energía laboral. Ahora bien, por mi parte, creo que el primer uso que deberíamos dar a esa riqueza, a esa libertad, sería hacer que todo nuestro trabajo, incluso el más común y necesario, fuera agradable para todo el mundo; pues meditando sobre el asunto veo que la línea de acción que puede hacer con seguridad que nuestra vida sea dichosa, a pesar de sus contratiempos y dificultades, consiste en tomarse un interés placentero por todos los detalles de la vida. Y por si acaso creen ustedes que es ésta una afirmación demasiado universalmente aceptada como para que merezca la pena formular, permítanme que les recuerde cuán terminantemente prohíbe algo así la civilización moderna; con qué detalles sórdidos, incluso terribles, rodea la vida de los pobres; qué vida tan mecánica y vacía impone a los ricos; y qué fiesta tan insólita supone para cualquiera de nosotros sentirse parte de la Naturaleza y poder examinar sin prisas, pensativa y alegremente, el curso de nuestra vida inmersa en todas esas pequeñas conexiones de sucesos que la vinculan a las vidas de los demás y que forman el gran todo de la humanidad.
Y, sin embargo, nuestra vida entera podría ser una fiesta de este tipo si nos resolviéramos a hacer que todo nuestro trabajo fuera razonable y placentero. Pero tenemos que ser de verdad resueltos, pues ninguna medida a medias nos podrá ayudar a conseguirlo. Ya se ha dicho que nuestro trabajo actual, así como la vida que llevamos, llena de temor y de ansiedad como la de un animal acorralado, son cosas impuestas por el presente sistema de producción, que persigue la obtención de beneficios para las clases privilegiadas. Es necesario explicar bien lo que esto significa. Bajo el sistema actual de salarios y capital, el empresario «manufacturero» (absurdamente llamado así, ya que «manufacturero» significa que fabrica algo con sus manos), que tiene el monopolio de los medios para utilizar la fuerza de trabajo inherente al cuerpo de cada hombre en la producción de mercancías, es el amo de aquellos que no son tan privilegiados; él y sólo él puede hacer uso de esa fuerza de trabajo, la cual, por otra parte, es la única mercancía que puede hacer que su «capital», es decir, el producto acumulado por el trabajo pasado, le rente beneficios. Por consiguiente, él compra la fuerza de trabajo de aquellos que están desposeídos de capital y que sólo pueden vivir vendiéndosela; el propósito de esta transacción es que él incremente su capital, que pueda hacerlo producir. Está claro que si pagara a aquellos con quienes hace su negocio el valor completo de su trabajo, es decir, todo lo que éstos produjeran, fracasaría en su empresa. Pero, puesto que él tiene el monopolio de los medios de trabajo productivo, puede obligarles a hacer un negocio mejor para él y peor para ellos; un negocio que consiste en que, después de que se han ganado su sustento, calculado de acuerdo con un patrón lo suficientemente alto para asegurar su sumisión pacífica a su autoridad, el resto de lo producido (que es, con diferencia, la mayor parte) le pertenecerá a él, será su propiedad para hacer con ella lo que guste, para usar y abusar de ella a placer; esa propiedad es, como todos sabemos, celosamente protegida por el ejército y la marina, la policía y la prisión; en resumen, por esa enorme masa de fuerza física que el hábito y el miedo al hambre —la ignorancia, en una palabra— de las clases sin propiedad permiten utilizar a las clases propietarias para el sojuzgamiento de sus esclavos.
Además, podrían exponerse otros muchos males que resultan de este sistema. Lo que quiero señalar ahora es la imposibilidad de lograr que el trabajo sea atractivo bajo este sistema y repetir que es este robo (no hay otra palabra para ello) lo que produce un derroche de la fuerza de trabajo existente en el mundo civilizado, forzando a muchos hombres a la inactividad e imponiendo a muchos, muchísimos más, una actividad inútil, además de obligar a aquellos que realizan un trabajo útil de verdad a trabajar en exceso. Pues entiendan de una vez que el empresario «manufacturero» aspira fundamentalmente a producir, por medio del trabajo que ha robado a otros, no bienes, sino beneficios, esto es, la «riqueza» que es producida por encima y más allá del sustento de sus trabajadores y del desgaste de su maquinaria. Que esa «riqueza» sea auténtica o falsa no le importa nada. Si se vende y le produce un «beneficio» está bien. He explicado cómo, debido a que hay ricos que tienen más dinero del que pueden gastar de forma razonable y que, por consiguiente, compran una falsa riqueza, se produce un derroche por ese lado; y también cómo, en virtud de que hay pobres que no pueden permitirse el lujo de comprar cosas que vale la pena fabricar, se genera de nuevo un derroche por ese otro lado, de forma que la «demanda» que el capitalista «abastece» es una demanda falsa. Existen en el mercado en el que éste vende por la existencia de desigualdades producidas por el robo que caracteriza al sistema de Capital y Salarios.
Es de este sistema, por tanto, de lo que debemos deshacernos con decisión, si es que hemos de lograr que el trabajo resulte alegre y útil para todos. El primer paso en pos de un trabajo atractivo será conseguir que los medios para hacer del trabajo algo fructífero, es decir, el Capital: la tierra, la maquinaria, las fábricas, etc., estén en manos de la comunidad, para que así éstos se utilicen en bien de todos, de modo que todos trabajemos para «abastecer» las verdaderas «demandas» de todos y cada uno; esto es, que trabajemos por nuestro sustento en lugar de trabajar para abastecer la demanda del mercado, en vez de trabajar para el lucro , o sea, la capacidad de obligar a otros hombres a trabajar contra su voluntad.
Cuando se haya dado ese paso y los hombres comiencen a comprender que la Naturaleza quiere que todos los hombres trabajen o mueran de hambre, cuando éstos dejen de ser tan necios como para permitir que algunos tengan la alternativa de robar, cuando ese feliz día haya llegado, nos habremos librado al fin del tributo que pagamos por el desperdicio de recursos y nos daremos, así, cuenta de que tenemos, como se ha dicho, una enorme cantidad de fuerza de trabajo disponible que nos permitirá vivir como deseemos dentro de unos límites razonables. Nos dejará de apremiar y guiar el miedo a morirnos de hambre, el cual no presiona actualmente menos a la mayor parte de los hombres en las comunidades civilizadas que lo hacía a los salvajes. Las necesidades más primarias y evidentes serán satisfechas tan fácilmente en una comunidad en la que no se derrocha trabajo que tendremos tiempo para mirar a nuestro alrededor y pensar qué es lo que queremos realmente que pueda obtenerse sin abusar de nuestras energías; pues el miedo, a menudo expresado, de que la ociosidad se apoderará de nosotros una vez que haya desaparecido la fuerza suministrada por la presente jerarquía de coacción es un miedo que genera la carga de ese trabajo excesivo y repulsivo que la mayoría de nosotros tenemos que soportar en la actualidad.
Yo digo una vez más que, a mi modo de ver, la primera cosa que consideraremos tan necesaria como para sacrificarle algún tiempo libre será precisamente que el trabajo sea atractivo. No se requerirá un sacrificio muy grande para alcanzar este objetivo, aunque sí cierta cantidad. Pues podemos esperar que los hombres que acaban de pasar por un período de lucha y revolución serán los últimos en conformarse por mucho tiempo con una vida de un craso utilitarismo, aunque a veces los Socialistas son acusados por personas ignorantes de aspirar a una vida tal. Por otro lado, la parte ornamental de la vida moderna está ya totalmente podrida y tiene que ser eliminada del todo antes que se realice el nuevo orden de cosas. No hay nada de ella, nada que pudiera salir de ella, que sea capaz de satisfacer las aspiraciones de unos hombres liberados de la tiranía del comercialismo.
Tenemos que empezar a construir el lado bello de la vida —sus placeres corporales y mentales, científicos y artísticos, sociales e individuales— sobre la base de un trabajo emprendido voluntaria y alegremente, con la conciencia de estar beneficiándonos nosotros y nuestros vecinos con él. Dicho trabajo absolutamente necesario que tendríamos que realizar ocuparía sólo una pequeña parte de cada día y, mientras así fuese, no resultaría una carga molesta; sin embargo, seguiría siendo una tarea diaria repetitiva y que, por tanto, estropearía nuestro placer del día, a menos que resultara soportable mientras durase. En otras palabras, todo trabajo, incluso el más común, debe hacerse atractivo.
¿Cómo puede lograrse esto? —es la pregunta a la que el resto de este breve ensayo se ocupará de responder. Sé que, al ofrecer algunas ideas sobre esta cuestión, si bien todos los Socialistas estarán de acuerdo con muchas de las sugerencias hechas, algunas de ellas, en cambio, les parecerán a algunos extra- ñas y aventuradas. Estas deben ser consideradas como sugerencias ofrecidas sin la menor intención dogmática y como una simple expresión de mi opinión personal.
De todo lo que se ha dicho ya se sigue que el trabajo, para ser atractivo, debe dirigirse a algún fin manifiestamente útil, excepto en los casos en que el individuo lo emprende como un pasatiempo. Con más razón tiene que contarse con este elemento de utilidad para hacer más llevaderas las tareas de otro modo penosas, puesto que una nueva moral, la moral Social, esto es, la responsabilidad del hombre hacia la vida del hombre, sustituirá a la moral teológica en el nuevo orden de cosas, es decir, a la responsabilidad del hombre hacia alguna idea abstracta. Además, la jornada laboral será breve. No hace falta insistir en ello. Está claro que, cuando no se malgasta trabajo, éste puede ser breve. Está claro también que gran parte del trabajo que hoy en día resulta una tortura se haría fácilmente soportable si fuera acortado.
La variedad en el trabajo es el siguiente punto, y uno de extraordinaria importancia. Obligar a un hombre a hacer día tras día la misma tarea, sin ninguna esperanza de evasión o cambio, significa ni más ni menos que convertir su vida en un tormento carcelario. Nada excepto la tiranía de la búsqueda insaciable de beneficios hace que esto sea necesario. Un hombre podría fácilmente aprender y practicar tres oficios por lo menos y, de esta manera, alternar el ejercicio de una ocupación sedentaria con una al aire libre, de una ocupación que exija una vigorosa energía corporal con un trabajo que ocupe más a la mente. Hay pocos hombres, por ejemplo, que no deseen pasar una parte de sus vidas trabajando en el más necesario y agradable de todos los trabajos: el cultivo de la tierra. Una cosa que hará posible esta variedad de empleo será la forma que tome la educación en una comunidad socialmente ordenada. En la actualidad, toda la educación se orienta al objetivo de adecuar a la gente al puesto en la jerarquía comercial que cada uno habrá de ocupar, unos como patronos, otros como trabajadores. La educación de los jefes es más refinada que la de los trabajadores, pero sigue siendo comercial; e incluso en nuestras viejas universidades el conocimiento goza de una baja estima, a menos que pueda hacerse rentable a largo plazo. Una educación como es debida es una cosa totalmente distinta a esto y su misión consiste en averiguar para qué valen personas diferentes y en ayudarles a seguir el camino al que tienden por inclinación natural. En una sociedad debidamente organizada, pues, se enseñaría a la gente joven aquellos oficios para los que mostraran aptitudes como una parte de su educación —que no es sino la disciplina de sus mentes y cuerpos—, y los adultos también tendrían la oportunidad de formarse en los mismos centros, pues el desarrollo de las capacidades individuales sería el objetivo principal de la educación, en lugar de ser, como ahora, la subordinación de todas las capacidades al gran fin de «hacer dinero» para uno —o para el patrón de uno—. La cantidad de talento, e incluso de genio, que se destruye en el presente sistema, y que podría aprovecharse en un sistema de este tipo, haría fácil e interesante nuestro trabajo diario.
En esta sección dedicada a la variedad llamaré la atención sobre un producto que ha sufrido tanto bajo el comercialismo que difícilmente puede decirse que siga existiendo, y es ciertamente tan ajeno a nuestra época que temo que haya más de uno a quien le cueste entender lo que tengo que decir sobre la cuestión, algo que, de todas formas, debo decir, pues es un asunto sobremanera importante. Me refiero a esa clase de arte que produce, o debiera producir, cualquier trabajador mientras realiza su trabajo ordinario y que debe denominarse, con toda propiedad, Arte popular. Este tipo de arte, repito, ya no existe actualmente, al haber sido eliminado por el comercialismo. Pero desde el principio de la lucha del hombre con la Naturaleza hasta la aparición del presente sistema capitalista estaba vivo y, en términos generales, florecía. Mientras duró, todo lo que era fabricado por el hombre era adornado por el hombre, igual que todo lo producido por la Naturaleza es adornado por ella. El artesano, mientras moldeaba el objeto que tenía en sus manos, lo adornaba con tanta naturalidad y tan desprovisto de esfuerzo consciente que a menudo es difícil determinar dónde terminaba la parte meramente utilitaria de su trabajo y dónde empezaba la decorativa. Pues bien, el origen de ese arte era la necesidad de variedad en su trabajo que sentía el artesano, y aunque la belleza producida por este deseo constituía un don valiosísimo para el mundo, el hecho de que el artesano encontrase variedad y placer en su trabajo era aún de mayor importancia porque imprimía en todo trabajo el sello del placer. Ahora todo esto ha desaparecido completamente del trabajo de la civilización. Si se quiere tener un adorno, se debe pagar ex profeso por él, y el trabajador se ve obligado a producir adornos del mismo modo que ha de producir otras mercancías. Se le obliga, además, a fingir alegría en su trabajo, de forma que la belleza producida por la mano del hombre, la cual antaño servía de alivio a su trabajo, se ha convertido ahora en una carga extra para él, siendo el adorno un absurdo más del trabajo inútil y, tal vez, no la menos pesada de las cadenas.
Además de la brevedad en la duración del trabajo, su utilidad consciente y la variedad que debiera acompañarle, se necesita otra cosa para hacerlo atractivo, tal como un entorno agradable. La miseria y la mugre que nosotros, gente civilizada, soportamos con tanta complacencia como ingrediente necesario del sistema fabril es igual de necesaria para la comunidad como sería una cantidad proporcional de suciedad en la casa de un rico propietario. Si a ese hombre le diera por permitir que las cenizas fueran esparcidas por todo su cuarto de estar y que se pusiera un retrete en cada esquina de su comedor, si habitualmente su antes bello jardín fuera convertido en un montón de suciedad y desperdicios, y además nunca lavara las sábanas y obligara a su familia a dormir cinco por cama, ese hombre acabaría con toda seguridad en las garras de una comisión para diagnosticar su salud mental. Y, sin embargo, tales actos de insensatez mezquina es precisamente lo que nuestra sociedad actual está cometiendo diariamente bajo la coacción de una supuesta necesidad, algo que es poco menos que locura. Yo les ruego que convoquen sin más demora la comisión que dictamine la locura de la civilización.
Pues todas nuestras superpobladas ciudades y sobrecogedoras fábricas son simplemente el resultado del sistema de lucro. La fabricación capitalista, la propiedad capitalista de la tierra y el intercambio capitalista empujan a los hombres a las ciudades con el fin de manipularlos en interés del capital; la misma tiranía hace que se reduzca tanto el espacio que ha de tener una fábrica que, por ejemplo, el interior de una nave de tejido resulta un espectáculo tan ridículo como horrible. No existe otra necesidad de todo esto salvo la de exprimir beneficios a las vidas de los hombres y de producir artículos baratos para el uso (y sojuzgamiento) de los esclavos exprimidos. Aún no se ha llevado todo el trabajo a las fábricas; con frecuencia allí donde está no hace ninguna falta, salvo, de nuevo, la tiranía del beneficio. Las personas empleadas en él no tienen por qué ser forzadas a hacinarse en los apretados barrios urbanos. No hay ninguna razón para no proseguir con sus empleos en tranquilas casas de campo, en pequeñas ciudades o, en suma, allí donde se encuentran más a gusto.
En cuanto a la parte de trabajo que tiene que realizarse a gran escala, el sistema fabril mismo, estando bajo un orden razonable de cosas (aunque, a mi modo de ver, aun así puede que tuviera inconvenientes), nos ofrecería al menos grandes oportunidades de llevar una intensa y animada vida social rodeada de multitud de placeres. Las fábricas podrían ser también centros de actividad intelectual y el trabajo en ellas podría muy bien ser variado en alto grado, siendo el manejo de la maquinaria necesaria tan sólo una pequeña parte de la jornada laboral. El resto del trabajo sería variado y comprendería desde el cultivo de alimentos en los campos circundantes hasta el estudio y la práctica del arte y la ciencia. Se da por sentado que las personas ocupadas en tal trabajo, y que son dueñas de sus propias vidas, no permitirían que ninguna prisa o falta de previsión les obligara a vivir entre suciedad, desorden o escasez de espacio. La ciencia, debidamente aplicada, les permitiría deshacerse de los desperdicios, minimizar, si no eliminar totalmente, todas las inconveniencias que actualmente acompañan al uso de la maquinaria complicada, tales como humo, mal olor y ruido; tampoco tolerarían que los edificios donde trabajaran o vivieran fueran horribles manchas sobre la bella faz de la tierra. Comenzando por la construcción de fábricas, edificios y naves que fueran a la vez dignos y cómodos como sus hogares, terminarían infaliblemente por hacerlos no sólo buenos en sentido negativo, meramente inofensivos, sino incluso bellos, de forma que el glorioso arte de la arquitectura, con el que la codicia comercial ha acabado por el momento, renacería de nuevo y florecería.
Sostengo, pues, como pueden ver, que el trabajo en una comunidad debidamente ordenada debería volverse atractivo por la conciencia de su utilidad, por llevarse a cabo con interés inteligente, por la variedad y por realizarse en un entorno agradable. Pero también he mantenido, como todos hacemos, que la jornada laboral no debería ser fastidiosamente larga. Puede que se diga: ¿cómo casa esta última exigencia con las demás? Si el trabajo se refina tanto, ¿no resultarán los artículos muy caros?
Reconozco, como he dicho antes, que será necesario algún sacrificio para hacer atractivo el trabajo. Quiero decir que si en una comunidad libre pudiéramos conformarnos con la misma manera de trabajar apresurada, sucia, desordenada, sin corazón, con que trabajamos ahora, podríamos acortar nuestra jornada de trabajo mucho más de lo que supongo que haremos, tomando en cuenta todo tipo de trabajos. Pero, si lo hiciéramos, significaría que nuestra recién ganada libertad de condición nos dejaría apáticos y abatidos, cuando no llenos de inquietud, como estamos ahora, algo que, sostengo, es simplemente imposible. Estaríamos dispuestos a hacer los sacrificios necesarios para elevar nuestra condición hasta el nivel proclamado deseable por toda la comunidad. No sólo eso. Estaríamos individualmente deseosos de sacrificar aún más cantidad de nuestro tiempo y nuestra comodidad para elevar el nivel de vida. La gente, bien cada uno por separado o bien asociándose con ese fin, produciría libremente por amor al trabajo y a sus resultados —estimulada como estaría por la esperanza en el placer de la creación— aquellos adornos de la vida para el servicio de todos que ahora sólo produce (o finge producir) bajo soborno para el servicio de unos cuantos ricos. Hasta ahora no se ha intentado poner en marcha el experimento de una comunidad civilizada que viva completamente sin arte ni literatura. La degradación y corrupción de la civilización del pasado pueden imponer esa negación del placer a una sociedad que nazca de sus cenizas. Si tiene que ser así, aceptaremos esa fase pasajera de utilitarismo como una preparación para el arte que ha de venir. Si el tullido y el hambriento llegaran a desaparecer de nuestras calles, si la tierra nos alimentara a todos por igual, si el sol llegara a brillar para todos de la misma manera, si el glorioso espectáculo de la tierra, con sus días y sus noches, el verano y el invierno, se nos revelara como algo que puede comprenderse y amarse, entonces podríamos permitirnos el lujo de esperar un tiempo hasta que nos purificáramos, sacudiéndonos la vergüenza de la corrupción del pasado, y hasta que el arte volviera a nacer entre la gente liberada del terror del esclavo y de la vergüenza del ladrón.
Mientras tanto, y en cualquier caso, debe pagarse bien el refinamiento, cuidado y concentración en el trabajo, pero sin que exista la imposición de trabajar muchas horas. Nuestra época ha inventado máquinas que habrían parecido sueños delirantes a los hombres de épocas pasadas y, sin embargo, puede afirmarse que de esas máquinas aún no nos hemos valido.
Se les llama máquinas «que ahorran trabajo», una expresión de uso común que implica lo que esperamos de ellas; pero no obtenemos lo que esperamos. Lo que en realidad hacen es reducir al trabajador cualificado a la categoría de no cualificado, aumentar el número de los que forman el «ejército de reserva de mano de obra», es decir, aumentar las condiciones precarias de vida entre los trabajadores e intensificar el trabajo de aquellos que sirven a las máquinas (como los esclavos a sus dueños). Todo esto lo hacen de pasada, mientras amontonan los beneficios de los empleadores de trabajo o mientras obligan a éstos a emprender una cruda guerra comercial entre sí. En una verdadera sociedad, esos milagros del ingenio humano se utilizarían por vez primera para minimizar la cantidad de trabajo que se gasta en las tareas desagradables, las cuales podrían por ese medio reducirse tanto como para poder convertirse en una ligerísima carga para cada individuo. Tanto más cuanto que esas máquinas, con toda seguridad, se perfeccionarían en grado sumo cuando ya no se tratara de que el perfeccionamiento «rentara» al individuo, sino, más bien, de que se beneficiara la comunidad.
Hasta aquí lo que se refiere al uso ordinario de la maquinaria, el cual se restringiría probablemente después de un tiempo, cuando los hombres se dieran cuenta de que no había necesidad alguna de angustiarse por la subsistencia y aprendieran a encontrar un interés y un placer en el trabajo manual, el cual podría hacerse más atractivo que el trabajo mecánico si se realizase con cuidado y reflexión.
De nuevo, una vez que la gente, liberada del terror diario a morirse de hambre, descubriera lo que en realidad desea, no estando ya coaccionada por nada salvo sus propias necesidades, se negaría a producir las tremendas inanidades que ahora llamamos artículos de lujo, así como el veneno y la basura que llamamos ahora artículos baratos. Nadie confeccionaría pantalones de felpa cuando no existieran ya lacayos para llevarlos, ni perdería su tiempo nadie haciendo margarina cuando dejara de haber gente que se viera obligada a abstenerse de consumir auténtica mantequilla. Sólo se necesitan leyes contra la adulteración en una sociedad de ladrones —y en una sociedad tal éstas son letra muerta.
Con frecuencia se pregunta a los Socialistas cómo se podría realizar el trabajo del tipo más duro y repulsivo en el nuevo estado de cosas. Toda tentativa de contestar a estas preguntas de forma completa y autorizada significaría intentar algo imposible: construir un proyecto de una nueva sociedad a partir del material de la antigua antes de saber cuáles de esas condiciones materiales desaparecerían y cuáles resistirían el proceso de evolución que nos está conduciendo al gran cambio. Sin embargo, no es difícil concebir un arreglo de cosas en el cual aquellos que hicieran el trabajo más duro tendrían los turnos de trabajo más cortos. Y, de nuevo, lo que dije arriba sobre la variedad del trabajo se puede aplicar aquí de manera especial. Una vez más afirmo que el hecho de que un hombre esté toda su vida ocupado para su desesperación en la realización de una tarea repulsiva e interminable constituye un orden de cosas bastante apropiado para el infierno imaginado por los teólogos, pero seguramente poco adecuado para cualquier otra forma de sociedad. Por último, si este trabajo más duro fuera de alguna clase especialmente necesaria, puede suponerse que se llamaría a voluntarios que lo hicieran, los cuales acudirían con seguridad, a menos que los hombres perdieran en un estado de libertad esa chispa de virilidad que poseían como esclavos.
Y, sin embargo, si hubiese algún trabajo que no pudiera hacerse de otra forma que repulsivo, ni siquiera por la brevedad de su duración o la intermitencia de su recurrencia, o por el sentido de una utilidad especial y peculiar (y, por tanto, honor) en la mente del hombre que lo realiza libremente —si hubiera algún trabajo que no pudiera ser sino un tormento para el trabajador—, ¿qué hacer entonces? Pues bien, en ese caso, esperemos a ver si los cielos se han de desplomar sobre nuestras cabezas por el hecho de dejar de hacerlo, pues sería lo mejor. El producto de un trabajo tal no puede valer el precio que hay que pagar por él.
Hemos visto, pues, que el dogma semiteológico de que todo trabajo, bajo cualquier circunstancia, es una bendición para el trabajador es hipócrita y falso; que, por otro lado, el trabajo es bueno cuando lo acompaña la esperanza justa de descansar y hallar placer en él. Hemos pesado el trabajo de la civilización en la balanza y hemos comprobado que deja mucho que desear, ya que la esperanza está completamente ausente de él y, por consiguiente, vemos cómo la civilización ha engendrado una espantosa maldición para los hombres. Pero también hemos visto que el trabajo del mundo podría llevarse a cabo con esperanza y con placer si no se malgastara debido a la estupidez y la tiranía, a la lucha perpetua entre clases opuestas.
Es paz, por tanto, lo que necesitamos para poder vivir y trabajar con esperanza y con placer. Una Paz siempre tan ansiada, si nos fiamos de las palabras de los hombres, pero que éstos han rechazado tan continua y firmemente con sus actos. Sin embargo, en lo que a nosotros se refiere, depositemos en ella nuestras esperanzas y alcancémosla a cualquier precio.
Cuál sea el precio que haya que pagar, ¿quién lo sabe? ¿Será posible alcanzar la paz de forma pacífica? Ay, ¿cómo ha de ser? Estamos tan rodeados por el mal y la estupidez que de una u otra forma siempre los estaremos combatiendo; puede que nuestras propias vidas no vean el final de la lucha ni, tal vez, tampoco la esperanza palpable del fin. Puede que lo mejor que podemos esperar ver sea que la lucha se vuelva más dura y cruel día a día hasta que, al fin, estalle abiertamente y se convierta en una matanza de hombres por medios bélicos reales, en lugar de por los otros métodos más lentos y crueles aplicados por el comercio «pacífico». Si vivimos para ver eso, viviremos para ver mucho; porque significará que las clases ricas se han vuelto conscientes de su propia inmoralidad y del robo en el que están involucradas, y que lo están defendiendo conscientemente mediante una violencia abierta; y entonces, el final estará cerca.
Pero, en cualquier caso, y cualquiera que pueda ser la naturaleza de nuestra lucha por la paz, sólo con que nos dirijamos a ella con firmeza e integridad de corazón y no la perdamos de vista, habremos conseguido que un reflejo de esa paz del futuro ilumine la confusión y las penas de nuestras vidas, sean esas penas insignificantes o abiertamente trágicas, y viviremos así, en nuestras esperanzas al menos, vidas de hombres; y tampoco pueden los tiempos que corren ofrecernos ninguna recompensa mayor que esa».
(Fuente: «Useful work versus useless toil», William Morris, 1885)
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