Steve Jobs y la eternidad, por Irene Zoe Alameda
Steve Jobs (2015), la última película de Danny Boyle con guión de Aaron Sorkin, es una nueva muestra del dominio narrativo de ambos y de la maestría interpretativa de Michael Fassbender en el papel del genio informático. Tras el exitoso precedente de La red social (2010), el productor Scott Rudin logró sacar adelante el guión de Sorkin pese a perder a David Fincher como primera opción para dirigir el filme -los correos filtrados de Sony pusieron de manifiesto el boicot que Angelina Jolie desplegó con el objeto de contar en exclusividad con su amigo Fincher para su largamente esperada Cleopatra-.
La película de Boyle, Sorkin y Fassbender ha venido precedida por el insulso biopic sobre el mismo personaje protagonizado por Ashton Kutcher hace solo dos años. Aquella fallida obra de Michael Stern (con guión de Matt Whiteley) ha sido sin duda el gran enemigo para el reciente estreno de Steve Jobs: no importa cuán fascinante sea la figura del creador de Apple para sus coetáneos, los errores de la anterior película quedan aún demasiado cerca en el tiempo y en la retina de todos, por lo que la actual versión despierta seguramente algo de pereza en sus potenciales espectadores.
Sin embargo, a pesar de estos malos precedentes, es imprescindible dejar claro que quien se anime a ir al cine para ver Steve Jobs encontrará una película fascinante, una historia en la que el guionista, el director y el actor principal logran aunar las facetas publica e íntima del héroe mediante una audaz estrategia que imita la estructura de Un cuento de Navidad de Charles Dickens.
Transcurridos diez minutos de metraje, el espectador tiene ya la sensación de que lo que está viendo parecen más bien ser los recuerdos de la vida de alguien que está muerto. Ver Steve Jobs es tener la misteriosa certeza de asomarse a una reminiscencia de ultratumba, la de un hombre extraordinario que se deleita, antes de su extinción definitiva, en los tres momentos clave de su aprendizaje de la vida, en esos tres momentos iniciáticos que resumen su trayectoria y que le permitieron dominar el arte de la existencia: la exhibición del Macintosh Lisa en el año 1984 (Lisa es el nombre de su primera hija, si bien éste inventó ad hoc el acrónimo “Local Integrated System Architecture” para justificar el nombre); la del estilizado y (vacuo) ordenador Next cuatro años después, tras la despiadada expulsión de Jobs de Apple por parte del CEO nombrado por él mismo; y, como síntesis de los dos actos anteriores, la ya legendaria presentación en sociedad del IMac en 1998.
El primer bloque de la película adelanta la dinámica que se reiterará sin monotonía en los tres actos: un Steve Jobs entre bastidores se enfrenta a los fantasmas del pasado en los minutos previos a la puesta de largo ante la prensa de Lisa, su primera obra magna. Ya aquí aparece al corifeo que le acompañará toda su vida, representado por los puntales que cuadriculan su andamiaje psicológico.
El personaje más plano y más conocido para la audiencia es probablemente Steve Wozniak (interpretado por un comedido Seth Rogen), el cual encarna a quienes rodearon al genio observándole, admirándole, odiándole y aplaudiéndole sin terminar de comprenderlo, como quien ama y teme a un dios indescifrable. En segundo lugar, Kate Winslet da vida a Joanna Hoffman, la leal e inquebrantable asistente personal de Jobs y la testigo fraternal que cualquiera necesitaría a su lado para sobrellevar el infortunio. Esencial para comprender al protagonista es también John Sculley (Jeff Daniels), el CEO que representa la figura del padre subrogado que Jobs eligió para sí mismo (no es casual que la cinta recoja el momento en el que éste le revela la identidad de su padre biológico) y al que de algún modo llevó a traicionarle en su edípica necesidad de anhelar, odiar y matar al padre que en realidad nunca tuvo. Y, por último, Lisa Brennan, la hija de Jobs (interpretada por diferentes actrices en sus tres edades), que aparece como un aviso o un recuerdo persistente de la mortalidad, la finitud a la que ninguna innovación, por muy rompedora o visionaria que sea, podrá hacer frente; Lisa es más que el nombre de una gran computadora de Apple, es el precio sentimental que la dedicación de Jobs tuvo que pagar a costa de sí mismo, a costa de la carne de su carne, a costa de esa hija a la que tantos años le costó admitir primero, más tarde apreciar y, por último querer.
En esta original estructura basada en una suerte de aproximaciones sucesivas de prueba y error, se asiste a la evolución de Steve Jobs desde la identidad de un perfecto Mister Scrooge –orgulloso, ególatra, insensible y capaz de humillar el amor incondicional de su hijita de seis años-, hasta la de un hombre desapegado de los bienes terrenales y purificado de su obsesión por dejar un rastro indeleble en la Tierra.
Es en el momento sublime en el que Jobs está a punto de tocar la gloria con su IMac cuando el hombre –no el creador- pone al mundo en suspenso y decide dedicar a su hija, por fin, unos minutos preciosos de entrega y amor en la azotea de la sede de Apple.
Esos minutos sublimes dotan de sentido a la película y la vida de Steve Jobs, y saben a eternidad.