Corn Island (2014), de George Ovashvili
Por Miguel Martín Maestro.
En el silencio de los hombres sobran las palabras y estremecen los ruidos y susurros. La amenaza del silencio no la evita el más cálido de los diálogos o los más simples gestos de la mímica. En un relato, que bien podría ser atemporal, sobrevuela siempre la amenaza, bien del diferente, bien del enemigo que no sabes quién es o, sobre todo, de la naturaleza. Transcurren más de 20 minutos antes de que alguno de los actores pronuncie palabra alguna, ni es necesario más e incluso se podría necesitar menos. La propuesta de Ovashvili busca la concentración de la mirada, el sufrimiento del esfuerzo improductivo, la pesada carga arrastrada durante generaciones para aprovechar la fugacidad de una riqueza temporal.
El agricultor de la historia, que inevitablemente nos recuerda al entrañable Dersu Uzala de Kurosawa, por su conocimiento del entorno natural, por su aprovechamiento de los recursos, por su capacidad de supervivencia en un mundo hostil, participa del nomadismo estacionario. Año tras año la época seca hace aflorar, por sedimentación y bajada de caudal, pequeñas islas en medio del río inmenso, ideales para plantar maíz en un terreno húmedo y cercano al agua, islas de dimensiones mínimas, la suficiente para cultivar lo que la tierra firme no es capaz de producir en tanta cantidad ni calidad, un territorio que año tras año conquista quien primero encuentra y deja su marca. Día tras día el campesino transporta materiales básicos de construcción para levantar una choza de madera, aperos de labranza, lo básico para pasar unos meses en los que el cereal crezca y se recolecte para sobrevivir durante la época de lluvias y el invierno. Conseguido ese hábitat básico, el viejo agricultor será acompañado por su joven nieta. En las miradas y silencios de ambos sobrevuela el miedo.
En territorios del Cáucaso se han vivido parte de los horrores modernos, países, micropaíses, religiones e intereses estratégicos de la superpotencia de la zona, han ido provocando pequeños pero sangrientos conflictos regionales. Esta isla está en la intersección de fronteras invisibles pero presentes, y también permeables. El río es terreno fronterizo entre georgianos y abjasios. Nuestra familia de campesinos intenta mantenerse al margen, su supervivencia no depende de la frontera ni de los uniformes, sino de la cosecha. Encontrada la isla oportuna sólo la mala fortuna puede provocar la catástrofe, así que no han de ser los humanos los que provoquen la mala cosecha. Del campo a la cama, trabajar, comer y dormir, pero la joven se encuentra en pleno estallido hormonal, descubriendo su cuerpo y asumiendo el deseo que provoca en cuanto soldado aparece cerca de la isla. Temor y deseo a partes iguales bajo la desconfiada e irascible mirada del abuelo.
La isla pasa a ser objeto animado, personaje de tanta significación como los humanos que la pisan, como una herencia recibida, quien llega primero cada año escarba en el suelo para encontrar vestigios del ocupante del año pasado y confirmar que ese terreno acogió una plantación la primavera pasada. Esos objetos pasan a ser reliquias, signos de buen augurio que no han de perderse, encontrar un objeto del campesino del año anterior es como obtener el permiso necesario del río para aprovechar lo que ofrece. Pero el río es una cosa y la naturaleza será otra. La amenaza permanente del conflicto bélico, el ruido seco y cercano de una ráfaga de metralleta procedente de los bosques cercanos aturde los sentidos de la joven, la visión de la sangre, sea cual sea su procedencia, elimina la voluntad de seguir adelante, aunque sea por un momento, reflejo de un pasado cercano y doloroso, la naturaleza no elimina la ponzoñosa influencia de la acción humana en los personajes.
Se agradecen en Corn Island las ausencias de buena voluntad, de “buenismo” exagerado en un argumento que relacionaría esta película con la también georgiana Mandarinas, ésta bastantes escalones por debajo de la ahora comentada (curiosa la llegada de dos producciones georgianas, con dinero kazajo, mientras se ha olvidado continuamente en España el cine de Otar Iosseliani). La aparición de un soldado herido provoca en el campesino la necesidad de cuidar del mismo aun cuando la comunicación es imposible, tan imposible como implacable su desprecio cuando cree frustrada la confianza dada al flirtear el soldado con la nieta. Aquí las elipsis del relato cuentan más que toda una serie de páginas de guión meramente descriptivas o narrativas. Corn Island juega con la historia presente para que, temporalmente, olvidemos que el campesino está preocupado por otras cosas, cuando llega la naturaleza sin avisar, da lo mismo qué uniforme vistas, qué familiares hayas perdido o por dónde esté trazada la frontera, no hay quien pare a un río.
Si el ritmo moroso, la falta de diálogo y lo mínimo del desarrollo argumental puede echar para atrás a más de un espectador, esta historia mínima caucásica produce un regusto agradable unos días después de haberse visto, lo que implica la existencia de una calidad intrínseca que pudiera esconderse tras la aparente fragilidad de la propuesta, nada más lejos. A las corrientes subterráneas que circulan por el relato, unidas por las que emergen a flote de manera evidente, se une un lirismo excepcional en la imagen, en el movimiento de la cámara, en al iluminación nocturna. Esos planos “ex insula”, de circularidad magnética, atrapan la mirada. Me gustaría saber cómo se consigue ese efecto de estatismo y movimiento, de hacer grande lo pequeño, y asumible lo que no se ve. Ovashvili ha hecho una buena película, puede que menor en cuanto a lo conseguido frente a lo ofrecido, pero singular, llena de vida propia y huyendo de explicaciones para todo. Disfruten de las miradas, de los paisajes, de lo que se cuenta con silencios, de las imágenes que rodean a esta isla conquistada con esfuerzo y que se pierde irremediablemente año tras año hasta que aparece una nueva barca por el río y planta un palo con un trapo. Así se forjaron imperios, y también supervivencias limitadas. El campesino optó por vivir sin uniformes, a lo largo del río surcan pequeñas embarcaciones a motor cargadas de soldados armados de generaciones no muy diferentes a las del protagonista. Son opciones de las que cada uno escoge morir como mejor prefiere.
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