¿Quién es tu negro literario?
Por Anna Maria Iglesia
@AnnaMIglesia
No todo el mundo sabe escribir, pero todo el mundo tiene el derecho de publicar un libro. Éste podría ser el lema con el cual justificar la labor y, como algunos de ellos reivindican, el oficio del negro literario, una figura que, comentaba Manu Manzano –hoy novelista, pero durante muchos años negro literario para un gran grupo editorial- a Xavi Ayén en un interesante reportaje realizado en el 2010 por el periodista de La Vanguardia, en Estados Unidos goza de un reconocimiento que, aquí, sin embargo, se le niega. El “ghost writer”, término anglosajón, sin duda más certero y sin connotaciones xenófobas e, incluso, esclavistas, con el que se denomina “nuestro” negro literario, es “en Estados Unidos”, explicaba Manzano, “un oficio tan respetable como cualquiera, con los nombres de los negros impresos en la portada”, algo impensable en nuestro país, donde las grandes editoriales obligan a sus negros, a través de rígidas cláusulas en contratos, al más absoluto de los silencios. La historia literaria ha desvelado los inicios “fantasmáticos” de más de un insigne autor: uno de los casos más reconocidos es el de Shakespeare, a quien se le acusó – acusa que todavía sigue en pie-de haberse apropiado de textos teatrales de Marlow. Si bien el caso del autor de Hamlet se inscribe más en la tradición del plagio, su nombre se suma al de Alejandro Dumas, Victor Hugo o Asimov y, más recientemente, al de Thomas Clancy que, como recuerda Jose Luis Ibañez Ridado, se asoció con Steve Pieczenik para que este último seleccionara los documentalistas y redactores más apropiados para cada novela, cuya líneas temáticas trazaría el propio Clancy. La historia, desenmascarando los gosth writers, ha demostrado que la praxis del engaño autorial no es exclusiva solamente de algunos: desde los más reconocidos literariamente hasta los más comerciales y literariamente discutibles, no hay aparentemente discriminación o, al menos, así era puesto que, en los últimos años, el “negro literario” ha visto reorientada su carrera hacia libros de memorias de figuras públicamente reconocidas, pero sin carrera literaria, hacia ampulosas sagas literarias destinadas al mayor de los éxitos y hacia libros-producto, es decir, libros que nacen como mero producto comercial a partir de un producto o de una moda previa que “justifica” su existencia.
El caso de Manu Manzano que, tras dedicarse a escribir para otros, ha emprendido su propia carrera literaria no es una excepción; basta pensar en Paul Auster que, como él mismo reconoció hace algunos años, comenzó su andadura en el mundo de la narrativa tras la máscara y el anonimato del gosth writer. Alejandro Sawa o Santiago Roncagliolo son otros de los autores que han confesado haber ejercido como “negros literarios”, un oficio que, me comentaba hace algunos días una antigua correctora de un gran sello editorial, “te permite sobrevivir cuando nadie te publica”. Sin embargo, no todos los gosth writer dan un paso adelante, muchos permanecen en el anonimato, algunos son profesionales de distintos sectores con habilidad y pasión para la escritura, mientras que otros se identifican con el oficio, llegando al punto de organizarse en asociaciones o empresas que, como en el caso de negrosliterarios.com, se anuncian con un lema que no deja espacio para la duda: “Nosotros lo hacemos por ti: novela, poesía, teatro, periodismo de prensa y web… Tú sólo dinos lo que quieres contar y Negros Literarios se encargará de todo lo demás”. El ghost writer tiene que asumir su papel, tiene que asumir el silencio, de lo contrario estará rompiendo el contrato con la agencia literaria o la editorial que lo ha contratado. El silencio y la discreción son indispensables, pero no sólo para el negro literario, sino también para muchos correctores que, como me explicaba la ex –correctora, “en muchas ocasiones hemos visto como la corrección se convertía en reescritura o, directamente, en escritura”. Sin dar nombres, la antigua correctora, que nunca pensó ser escritora y que hoy ha redirigido su carrera profesional, recuerda “haber recibido manuscritos con una indicación muy clara: esas 180 o 200 páginas tienen que convertirse en 300”. Su silencio es la prueba más evidente del secretismo que rodea un oficio que tiene como finalidad el engaño: la práctica del negro literario es una forma de corrupción literaria a la que es difícil seguir los pasos. No hay pruebas para denunciar esta praxis, “los negros literarios están obligados a negar su oficio”, me comenta un periodista, “basta con que corra un nombre para que el negro literario pierda su contrato”. Y este es el caso de un “negro literario”, cuyo nombre no revelaremos, quien tras confesar en un restringido ambiente su oficio y revelar algunos de los nombres que se erigían sobre su escritura perdió absolutamente todos los contratos, siendo desterrado del oficio. El antiguo ghost writer confesaba haber trabajado en sellos con renombre, que le habían encargado en más de una ocasión la escritura de las memorias de reconocidas, algunas más que otras, figuras de la sociedad española, todas ellas provenientes de ámbitos profesionales distintos, pero todas ellas unidas por el amplio reconocimiento social. Sin embargo, no sólo de memorias ajenas vive el ghost writer, puesto que como recordaba el ya ex – negro literario, también había recibido el encargo de “ayudar” a escritores que se dilataban en exceso en la escritura de su libro. “De lo que se trata es de ser versátil”, me comenta otro compañero corrector que, si bien él nunca ha sido testigo de ningún caso de negro literario, no duda en afirmar, con una seguridad aplastante, “que los hay y que circulan habitualmente por los pasillos de las editoriales, sólo que no los reconocemos”.
Existen, pero sus nombres raramente salen a la luz y, cuando lo hacen, su oficio de ghost writer ya es pasado; no hay pruebas, “es imposible denunciarlo públicamente porque no es posible probarlo”, me comenta un trabajador de una editorial, “sabemos que existen, pero no sabemos decir quiénes son y todavía menos tenemos las pruebas para decir que obras tienen una autoría que no corresponde con el nombre de portada”. La corrupción está servida y mientras los verdaderos corruptores –los autores y los editores que recurren a esta mala praxis- permanece inmunes, la acusación de poseer un negro literario se ha convertido en un arma arrojadiza, dirigida especialmente a un determinado sector literario –o libresco, el libro ya no es sinónimo de literatura- vinculado a las grandes ventas y a los rostros mediáticos –un día habrá que analizar este concepto, pues ¿acaso mediático no indica solamente salir en un medio de comunicación? ¿Acaso un blog, una web o periódico tradicional no es tan medio de comunicación como la radio o la televisión?- No voy a defender aquí los cauces emprendidos por determinados sellos editoriales, que se han inscrito más en el mercado del libro-objeto que en el campo literario, pero tampoco voy a criticarles, al fin de cuentas en la era del libre mercado, ¿quién soy yo para decir a qué negocio –basta que sea lícito- debe dedicarse cada uno? Lo que resulta curioso e, incluso, criticable es que en estos días en el que el adjetivo “presunto” contamina con exceso todos los discursos, la acusación de poseer un negro literario ha sido asumida con naturalidad pasmosa. La razón de ello es la corrupción literaria que subyace al campo literario y editorial así como el secretismo que rodea dicha corrupción.
No se trata de negar la existencia del ghost writer y menos todavía de justificar su existencia: el engaño en la autoría de un libro, así como el plagio, es una forma de corrupción. Sin embargo, la respuesta no es y no puede ser encender el ventilador y dirigirlo – ¿curiosamente?- siempre hacia los mismos. La respuesta única y válida es denunciar la corrupción literaria, romper el secretismo que envuelve la figura de “negro literario”; la respuesta es que desde el editor al periodista, pasando por el autor tentado por la posible ayuda de un ghost writer, denuncie esta praxis, denuncie el engaño, es decir, ponga nombre y rostro al corruptor. Las acusaciones sin pruebas no sirven, imponer la sombra de la duda sobre autores, por mediocres que sean, sin datos verificables es una forma de difamación que no beneficia ni al prestigio del periodismo cultural ni al pensamiento crítico. No es necesario un ghost writer para escribir malas novelas, hay autores y autoras perfectamente hábiles para hacerlo. El ghost writer se esconde tras varios rostros y máscaras, desde el profesional más organizado al corrector, ahora de lo que se trata es de quitarle la máscara y, por tanto, obliga a abandonar el corrupto juego que, por acción y omisión, lo único que hace es desprestigiar un herido mundo editorial que, a pesar de sus errores y defectos, hace posible que la literatura salga del cajón del escritor y se lea.
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