María Zambrano: «La Filosofía como camino de vida»
Por Ignacio G. Barbero.
Leer a María Zambrano (1907-1991) implica aspirar al conocimiento de la razón poética como medio necesario para toda meditación filosófica y de «lo humano» como principal cuestión a tratar por el hombre. Su estilo fluido, cálido y complejo impone un trabajo de interpretación del que uno sale completamente beneficiado, pues las ideas que habitan su obra se muestran ciertas, rotundas, claras y, por eso mismo, calan hondo en el esqueleto existencial de nuestra vida. Nos aluden, nos diagnostican y nos curan.
La reflexión que nos ocupa forma parte de su ensayo «Hacia un saber sobre el alma», breve escrito que recomendamos leer íntegramente. Este fragmento trata el pensamiento como un «camino de vida», como ruta en la cual incardinar nuestras ideas, como horizonte de sentido con el que poder orientar y afrontar nuestros problemas, nuestros dolores. Una disciplina, la Filosofía, que es, ante todo, terapéutica. Y en estos tiempos que corren, tan mal avenidos con el bienestar, es una suerte tener la opción de acercarse a ella. Pasen, lean y disfruten:
La revelación a que sentimos estar asistiendo en los tiempos que corren es la del hombre en su vida, revelación que sale de la Filosofía, con lo cual la Filosofía misma se nos revela. Desde la Filosofía, que emplea sus racionales instrumentos en arrojar luz sobre la Ciencia, “Ciencia de las ciencias”, se ha vuelto, sin desperdiciar su herencia, a eso escalofriante de puro maravilloso que es que la Filosofía, el pensamiento en su mayor pureza, se arroje con el ímpetu de la pasión, no para devorarse a sí misma, como la pasión sola hace, sino para detenerse a tiempo, antes de que la caza huya, y traérnosla intacta.
La pasión sola ahuyenta a la verdad, que es susceptible y ágil para evadirse de sus zarpas. La sola razón no acierta a sorprender la caza. Pero pasión y razón unidas, la razón disparándose con ímpetu apasionado para frenar en el punto justo, puede recoger sin menoscabo a la verdad desnuda.
Entonces es la Filosofía, como decía Platón hablando de Pitágoras, “camino de vida”. La verdad es el alimento de la vida, que sin embargo no la devora, sino que la sostiene en alto y la deja al fin clavada sobre el tiempo, pues “el tiempo pasa y la palabra del Señor permanece”.
Y así, al tener conciencia de que en estos tiempos que vivimos se saca a luz de razón una verdad, nos conforta y ayuda a soportar la angustia de pasar con él. “Todo se pasa” sería el gran consuelo quietista si nosotros no pasáramos igualmente, si con el tiempo que pasa no pasara también nuestra propia vida. Agarrándonos a la verdad, a la verdad nuestra, asociándonos a su descubrimiento por haberla acogido en nuestro interior, por haber conformado nuestra vida a ella, arraigándola en nuestro ser, sentimos que nuestro tiempo no pasa, al menos, en balde. Algo de su pasar, queda, como en el fluir del agua del río, que pasa y queda. “Todo pasa”, corre el agua del río, pero el cauce y el río mismo permanecen. Mas, es menester que haya cauce, y el cauce de la vida, es la verdad.
Y el cauce es tan necesario al río, que sin él no habría río, sino pantano. Las aguas al evadirse tendría un instante de ilusión de haber alcanzado libertad, de haber recobrado la integridad de su potencia. Mas, la potencia se iría agotando ante la falta de límites, aun sin más obstáculos que la extensión ilimitada, la furia del agua encauzada descendería vencida sobre el plano ilimitado. El cauce al río tanto como la furia de la corriente del agua que por él pasa. Y bien está que la vida se nos precipite corriendo, la huida del simple permanecer físico cayendo en los senos del tiempo, la angustia de pasar se transforma en gozo de caminante.
Descubrirnos este cauce es lo que hace la Filosofía cuando es fiel a sí misma, y es entonces camino, cauce de vida.
Pero este camino es primero unos pasos, unas huellas, y sólo cuando ya una línea trazada le de distingue de la extensión que le rodea, podemos verle. Y es lo que hoy nos sucede; comenzamos a sentir la vida en su transcurrir, estrechada y libre, por el cauce de una verdad que se nos revela, y desde él comenzamos a entender otros pensamientos para los que quizás hubiéramos quedado insensibles, o por el contrario, presos en asombro, imposible de traducir en ideas. Hay dos maneras de reaccionar ante los pensamientos que son trozos o parte de otro pensamiento más radical, todavía desconocido; una es permanecer insensible ante la verdad a que apuntan; otra , darse cuenta, por una sensibilidad nacida de la necesidad que tenemos de esa verdad, de que está allí, y no poder, sin embargo, encontrarla. Es el conocimiento que da la sed para pegarnos a la roca bajo la cual mana el agua, sin poder deshacerla para que salga a la superficie.
En cambio, cuando vivimos en contacto con un pensamiento último, revelador, tenemos, ante todo, un horizonte donde sentirnos encajados y un instrumento técnico para situar y colocar ordenadamente los problemas, los pensamientos; el camino ordena el paisaje y permite moverse hacia una dirección.
La prosa de María Zambrano es impecable, de una gran belleza y una carga poética innegable. En cualquier caso, en este largo párrafo acotado hay más de Literatura – Poesía – que de verdadero pensamiento, verdadera filosofía. En cierto sentido es un recorrido por las palabras pero – espero por eso no ser anatemizado – sin profundizar en la esencia. Ese amor por la verdad – cuando toda verdad es relativa y sujeta al tiempo y al espacio, bastón para caminar temporalmente más que plataforma inamovible para entregarnos e inmolarnos en ella – se me antoja poco consistente. La belleza de las metáforas y el viento moviendo las ramas con la máxima armonía no debe impedirnos ver la realidad de un texto limitado y voluntarista ( más poético que filosófico, como digo ) a pesar de que lo escriba alguien tan admirado por mí como María Zambrano.