La desaparición de Agatha Christie
Por Silvia Pato
En la Nochebuena de 1914, Agatha Mary Clarissa Miller contrajo matrimonio con el coronel Archibald Christie, de quien adoptaría el apellido con el que desarrollaría su carrera literaria. Sin embargo, doce años después de aquel enlace, cuando ya había alcanzado el éxito como escritora de novelas de misterio, tuvo lugar un suceso que conmocionó a la opinión pública: la desaparición de Agatha Christie.
La noche del 3 de diciembre de 1926, el vehículo de la novelista apareció abandonado a las orillas de un lago en Newlands Corner. En su interior, solo se hallaron unas maletas y rastros de sangre, pero ninguna señal de la mujer. Las alarmas saltaron, la noticia corrió como la pólvora, y todas las sospechas de la desaparición recayeron sobre su marido.
Aquel 3 de diciembre, la pareja había mantenido una fuerte discusión. Después de que Archibald le hubiera confesado a su esposa que tenía una amante, Nancy Neele, había abandonado la casa y se había marchado con esta a pasar el fin de semana a Surrey. Tal secuencia de acontecimientos fue suficiente para que muchos pensaran que el coronel había asesinado a la escritora.
Los periódicos siguieron el caso con detalle, ofreciendo recompensas a quien lograra encontrarla; la policía desplegó todos los medios posibles; y el mismísimo Sir Arthur Conan Doyle participó en la búsqueda.
Once días pasaron sin que hubiera rastro alguno de Agatha Christie, hasta que fue localizada en un hotel de Harrogate, en North Yorkshire, en el que se había registrado como Teresa Neele, sin recordar absolutamente nada de lo que había sucedido.
Las hipótesis de lo acaecido durante aquellos días comenzaron a circular. Algunos consideraban que era toda una campaña publicitaria de la autora; otros creían que, en venganza por la traición de su marido, había intentado que lo acusaran de asesinato; y hubo un par de médicos que le diagnosticaron fuga psicogénica.
En 1928, el matrimonio se divorció, y Agatha Christie escribió a su editor pidiéndole publicar con otro nombre. El editor rechazó la idea; al fin y al cabo, esa era la seña por la que el gran público la conocía y no creía conveniente renunciar a ella. Dos años después, en uno de sus viajes a Oriente Medio, la escritora conocería a quien sería su segundo marido: el arqueólogo Max Mallowan. Pero esa ya es otra historia.