Hay que sentarse lo menos posible; no creer en ningún pensamiento que no haya surgido al aire libre y estando nosotros en movimiento, en ningún pensamiento en cuya génesis no intervengan alegremente también los músculos. Todos los prejuicios proceden de los intestinos. Ya dije en una ocasión que la vida sedentaria constituye el auténtico pecado contra el espíritu santo (Ecce Homo. -Por qué soy tan inteligente. I.)
Así expresaba Nietzsche, en el ocaso de su vida, en la obra tras la que ya nada volvería a publicar, lo que para él se había convertido desde hacía años en verdadera actitud filosófica y vital: la necesidad de un pensamiento vivo, de un pensamiento nacido del movimiento.
Los prejuicios, el gran lastre que arrastra el hombre, según Nietzsche, nacen de las largas digestiones, de los amplios letargos de inactividad, y en definitiva, de la quietud del rumiante. La moral, la religión y la metafísica, son los prejuicios que encadenan al hombre, y que, a partir de su obra Humano, demasiado humano, Nietzsche se muestra inquieto por superar. Busca el momento en el que el hombre se libere de las cadenas que le atan al animal y en que comience su verdadera humanidad. Un día en el que la dulzura creciente del hombre y alegre cordura le permitan prescindir de las creencias que hasta entonces eran necesarias.
Aquejado por su continuo deterioro físico y mental, Friedrich Nietzsche busca en el retiro en diversos pueblecitos de la Suiza central, rodeado de altas montañas, aires límpidos, umbríos bosques y cómodos senderos por los que errar, un cierto alivio que aplaque sus sufrimientos; y ya de paso, un anhelo nostálgico por encontrar la Arcadia prometida.
Será fruto de paseos por tan idílicos rincones, donde Nietzsche desarrollará su pasión por el pensamiento en movimiento. Ahondará aún más en el estilo aforístico, que tan querido le es, el cual le permitirá plasmar y expresar su pensamiento, y las ideas que le asaltan sin buscarlas, y sin pretensión de sistematizarlas. Cómo apuntará Lou Andreas Salomé: “Nietzsche no veía sus ideas desarrollarse bajo su mirada con la continuidad de un trabajo sistemático grabado sobre el papel. Escuchaba sus ideas como si fuera un diálogo franco y abierto que cada vez trata de un tema distinto, que sus oídos `hechos para oír cosas inauditas´ lograban captar como si fueran palabras reales”.
El que quiere solamente, dentro de cierta medida, llegar a la libertad de la razón, no tiene derecho durante mucho tiempo para creerse sino un viajero, y no como el que hace el viaje hacia un fin último, porque no lo tiene. Pero se propondrá observar bien, tener los ojos muy abiertos para todo lo que pasa realmente en el mundo; por esto no puede vincular su corazón con demasiada estrechez a nada particular; es necesario que exista en él algo del viajero que encuentra su goce en el cambio y en la mudanza. Sin duda que tal hombre tendrá que pasar noches en que, sintiéndose cansado, hallará cerrada la puerta de la ciudad donde buscaba el descanso; quizá otras como en Oriente, el desierto se extenderá delante de él o sobrevendrá un siroco, o, por fin, los bandidos le robarán sus animales de carga y silla. Entonces quizá la noche caerá sobre su corazón como un segundo desierto dentro del desierto, y su corazón estará ya cansado de viajar. Que se eleve entonces el alba para él, candente, abrasadora, como la divinidad de la cólera; que la ciudad se abra, y tal vez halle en el rostro de sus habitantes mayor desierto, mayor ansiedad, mayor engaño, mayor inseguridad que antes de penetrar en la población; y así, el día será peor que la noche. Tal sucede frecuentemente al viajero; pero en compensación, contempla otras regiones y otros días, las brumas de los montes y los corazones de las musas que avanzan danzando a su encuentro, en los cuales un poco más tarde, cuando plácido, en el equilibrio del alma, se pasee por la mañana bajo los árboles, verá caer a sus pies de sus copas y de sus ramas los dones saludables de los espíritus libres de los que tienen su morada en la montaña, en la selva y en la soledad, y que así como él son viajeros y filósofos a su manera, tan pronto alegre y ligera, tan pronto reflexiva. Nacidos entre los misterios matinales, piensan en lo que puede recibir del día, entre el décimo y duodécimo sonido de la campana que da las horas, un rostro purísimo, radiante de luz, gozoso por su aureola de claridad: buscan la filosofía del mañana (Humano, demasiado humano. 635. El viajero).
Con El caminante y su sombra, obra pensada y elaborada como epílogo a Humano, demasiado humano, Nietzsche establece el paradigma desde el que se ha de pensar, las condiciones ideales de todo pensamiento: en el paseo sin una orientación determinada, como el caminante, como el errante, como el vagabundo.Si Humano, demasiado humano es la crónica de la liberación de toda forma de transcendentalismo, y el testimonio autobiográfico de una nueva forma de vida: la del filósofo errante, El caminante y su sombra es la posología de esa nueva forma de vida, una “doctrina de la salud” en palabras de su autor: el continuo contacto con la sombra. No a modo de diálogo, sino como monólogo del pensador consigo mismo, con su “sombra”. Ser libre es estar solo. Y el pensador necesita un paisaje que armonice con su alma de filósofo, que sea su “doble”.Es entonces, durante las solitarias excursiones por agrestes parajes, “cuando en el trasfondo de sí mismo, el pensador se esfuerza en escuchar el murmullo de sus propias ideas, que por todas partes le rodean y acompañan, a la manera de esas sombras alargadas que el sol proyecta al ocultarse”.
Después de ese gran hastío, desaliento y aburrimiento, que genera, por necesidad, una soledad sin amigos, sin obligaciones y sin pasiones, cosechamos, como compensación, un cuarto de hora del más profundo recogimiento en nosotros mismos y en la naturaleza. Quien se aleja totalmente de la naturaleza, se aleja también de sí mismo: jamás podrá beber el agua fresquísima que emana de su fuente más íntima (El caminante y su sombra.200).