Manzanas traigo
Ángel María Fernández
Editorial Fulgencio Pimentel, 2013
Por Juan Soros
“El ingenio y el humor, como todas las sustancias corrosivas, tienen que ser utilizados con cuidado.” Sentencia Lichtenberg sin sentenciar a nadie. Con ese cuidado nos escribe Ángel María Fernández (Arnedo, 1973) sus poemas y se cuida, también. No hay ocurrencias en sus poemas. Sí ocurre mucho. Lo anecdótico, la experiencia, no en busca de sentido ni por sí misma sino como epifanía, a la manera en que Joyce entendía esta palabra tan cargada. Un casi diario, recuerda la escritura de Ana Cristina Cesar dispersa en cartas y postales enviadas, la dificultad de encontrarla reunida, de leerla sin conocer a un tú concreto o identificarse con él, donde la mirada irónica nunca es desenfadada o ramplona sino que esconde su cuidado. Esconde una mirada profunda que se oculta y que se cuida, ante todo, de tomarse demasiado en serio, tomándose la vida muy en serio. Así, el último poema del libro titulado “Vivir” concluye: “si se trata simplemente de morir”. Usaríamos la palabra cínico si no estuviera desvirtuada en nuestra lengua hacia un sentido peyorativo. Habría que hablar de una objetividad dolorosa como la de la escuela de Diógenes donde lo cínico es una mirada honesta y valiente. Ingenua (es decir originaria, vista por primera vez) y hermosa. Cuidada pero en la publicación, donada. No es fácil encontrar la poesía anterior de Ángel María Fernández, distribuida en cuadernos o libros de difícil acceso pasados de mano en mano y de ciudad en ciudad, como un contrabando. Es un gesto notable que rompa ese cuidado círculo para entregar un libro, además bellamente editado, de amplia difusión. No es contradictorio con su práctica anterior, es simple lentitud. Ha llegado el momento, sin reivindicaciones, sin aspavientos.
Eva Chinchilla ha dicho que la lectura de Manzanas traigo recuerda a Nicanor Parra y es cierto. Recuerda a muchos poetas, muchas lecturas, pero el tono de Parra, no referido, no citado (como sí aparecen desde san Juan de la Cruz hasta Borges, Machado o Gil de Biedma, hasta José Watanabe o Chus Arellano). Aparece el eco de Parra como si se dijera: “entre broma y broma la muerte asoma”. La muerte como conciencia extrema de la vida y de sus pequeñeces y grandezas. En “la disco”, el paseo a orillas del Cidacos, la estación de autobuses o el aeropuerto. En la subversión de los signos como es pasar de la “Carta al padre” de Kafka a un poema titulado “Mi padre se parece un poco a Kafka”. ¿Cómo llegar a ser hijo de Kafka? Cinismo (del bueno) e ironía que nos ponen ante los ojos la inocencia perdida. No la nostalgia aurática de la inocencia perdida. Su aparecer, epifanía. Sin infancia ideal. Es, por el contrario, “La que vuelve y vuelve / extraña y dulce vuelve / lo mismo que una fiesta con un solo invitado / disfrazada de otro tú / que ya no eres tú; / inocencia de la fue tu inocencia, / carné de tu carne, plagio, tradición.” La broma desactiva el patetismo, reactiva la memoria. La broma desactiva lo reaccionario, activa una conciencia crítica. Por ejemplo, con lucidez, en el poema titulado “La gente” que en paralelo con su discurso usa el ritmo para hacer una seria broma sobre los usos métricos (actuales) y su valor simbólico. Comienza con rimas bobas, repitiendo las palabras completas, para terminar con una estrofa de cinco versos rimada en “gente” cuyos dos últimos versos son “la gente entonces desparece gente, / y gente que era gente ya no es gente.” Así llevando los mecanismos de rima y aliteración del endecasílabo (el “saber hacer versos”) hasta su límite absurdo. ¿A favor o en contra del ritmo? No viene masticado. Esta poesía no da respuestas, plantea preguntas. Como una buena broma. Da cuenta de una perplejidad ante el mundo y ante el poema mismo. La última de las tres secciones que forman el libro se titula “Gimnasia rítmica”, ¿por el ritmo?
Quizás más difícil que la poesía “difícil” es leer esta poesía en su aparente facilidad. Y caer en la trampa. Una trampa cuidada, amable. Una poesía que disimula su dificultad. Por delicadeza, por sobriedad, por reírse un poco del personal, también. Pero nunca lo mira por encima del hombro. Siempre está a su lado, hay un pozo humano, emocionado, asombrado pero también consiente del medio que usa. No reduccionista sino crítico. Otra vez, resuena Nicanor Parra, en su extendido trabajo para bajar a los poetas del “Olimpo”, también Eduardo Milán cuando habla de cuidarse de “el lírico” o la ironía de José-Miguel Ullán, resuenen. Pero Fernández trabaja de contrabando. No es mala estrategia. No se enfrenta de manera directa al lírico ni al popular, resiste en las virtualidades de la palabra poética sólo comprometida consigo misma. Con su particular visión del mundo, compleja, contradictoria, entre eufórica y triste. Cuidada. Lenta. Como su producción poética, lenta y desperdigada pero cuidada. Lo que se agradece. No la lentitud cancina y autocomplaciente del acomodado en versiones dosificadas, edulcoradas, simplificadas de lo poético sino la lentitud del que se lo piensa dos veces antes de decir cualquier cosa. Se lo piensa dos veces y ante la disyuntiva –el silencio o el tópico– hace una broma. Una broma seria, donde lo que está en juego es darle forma a la experiencia. No complacerse en ella y en sus presupuestos. No darla masticada por una hermenéutica ramplona, del consenso. Darle forma de epifanía. Cotidiana pero ritmada, que nos muestra lo excepcional, la nuda vida, que nos hace volver a mirar, que se sorprende y nos sorprende, con cuidado. Así los frutos, los dones que indica el título y que quizá también se leen como el don del poema que nos ha dado Ángel María Fernández: “De donde vienes traes un hatillo con todas las cosas / que piensas que necesito: / Silencio, misterio, ritmo, vino, gracia, caricias, animosidad // Yo tengo manzanas.”