
En una pequeña aldea costera de la isla de Belitung, en la porción más oriental de Sumatra, vivía Ikal. Con su mirada de futuro escritor nos recuerda que si en su infancia hubiese sido posible alejar la mirada, como si fuese un zoom, esta isla nos habría parecido no solo la más rica de Indonesia, sino del mundo entero. Una bendita tierra donde, además del estaño, fluían otros codiciados minerales como oro, plata e incluso uranio, gracias a una cantidad inimaginable de minas desperdigadas por el territorio. Paradógicamente, al volver a mirar más de cerca, nos hubiésemos dado cuenta que la riqueza quedaba claramente atrapada. Capas y capas de riqueza bajo los pilotes de las casas elevadas donde se desarrollaban vidas llenas de privación, donde los nativos eran como una manada de ratas hambrientas en un granero repleto de arroz. Como un pollo sentado junto a un pavo real.
Se entiende por tanto que en ese contexto de carestía enviar a un hijo a la escuela supusiese para las familias encadenarse a años de gastos nada fáciles de soportar; que resultase difícil convencer a los padres de que librar a su descendencia del analfabetismo les alumbraría un futuro mejor; que el cumplimiento del derecho fundamental de la educación fuese una obligación cumplida, en muchos casos, para evitar las reprimendas de los funcionarios del gobierno por no enviar a los hijos a clase.
Ikal nos recuerda que los afortunados, por mor de su educación y el entusiasmo depositado en el deseo de salir de la pobreza, jamás se perdieron una jornada de clase. A pesar de que para llegar a la escuela algunos de ellos tuviesen que hacer kilómetros en bicicleta por la madrugada, a través de zonas pantanosas o de espesura y esquivando por el camino cocodrilos del tamaño de un cocotero. La conciencia de tener la oportunidad de estudiar en un lugar tan pobre, con unos maestros que supieron transmitirles el valor de la educación, les permitió celebrar la alegría de aprender, aunque la escuela pudiese venirse abajo a la menor embestida del viento, de no tener uniforme, ni aseo, ni botiquín de primeros auxilios, ni guarda, porque no había nada que mereciese la pena robar.
