La habitación amarilla
LA HABITACIÓN AMARILLA
Juan Carlos Suñén
Bartleby Editores 2012
En este punto de nuestra historia contemporánea, podemos seguir diciendo, al menos por ahora, que la escritura poética no es algo que “hable de”, no es el sitio donde buscar mensajes sino, más bien, donde adentrarnos en una construcción enigmática cuya verdad radica en el fingimiento. Con La habitación amarilla, Juan Carlos Suñén localiza un escenario que es sobre todo un lugar de la escritura donde levantar y donde dar hospedaje a la invención del mundo. Seguramente, no se podía esperar una apuesta menor para este poemario. Es aquí, en este interior, donde se emprende la búsqueda del yo, la constitución de eso que llamamos identidad y que paradójicamente sólo puede llevarse a cabo vertida en la red de identificaciones que irrumpen en este espacio, a punto permanentemente de convertirse, como podría decir el crítico David Punter, en su propio otro.
Todo comienza en el rumor de la noche, los susurros, las murmuraciones, las hablillas del agua (primera de las cinco partes que conforman la obra); “poso pacificado o agua que así relata / su dizque sin desearlo, / su estar pasando desnuda, / sin preguntarse y desnuda.” El discurrir de las cosas llega, como los sueños, convertido en lenguaje. Es el habla lo que desata el relato según pasa, como una corriente o un goteo (o cualquiera de las formas en que aparece el agua) que sigue su curso incorporado al curso de la vida, una realidad que de suyo significa y ante la que el libro es consciente de su desviación, tal vez porque la escritura tiene que ser un desajuste, una perturbación en el decidido caudal del habla incesante. “El resto no es asunto del libro sino que es suerte echada, piedra, palanca y fulcro juntos, forma acabada”. Esta habitación, inundada y protegida, guarda y se guarda del secreto de su significado contenido a la vez que en fuga, forma evocadora de aquel vaso, descrito por José Gorostiza en Muerte sin fin, que estrangula y a un tiempo cede a la informe condición del agua.
Hay en el fino entramado de signo y sentido que es este poemario una afirmación incondicional de la vida, animada en el deseo y la memoria, algo que hace pensar en aquella voluntad de Nietzsche con que el hombre juega el juego del mundo y lo configura en sus metáforas favoritas como un impulso fundamental, una invención inestable, la imaginación en constante movimiento. “¿Quién habla, quién sino el agua que llora su último día perfecto una vez y otra vez, una vez y otra vez, día tras día persiguiendo aquel día en que fuese un momento, un pasado, gran obra en su crisol, forma acabada?” El nudo del sujeto y la fuga del acontecimiento se prenden a un mismo relato donde La habitación amarilla conjuga lo épico y lo lírico, incluso el gesto del drama que, podría decirse, asoma entre las voces que atraviesan el libro, como si se tratara de una extensa balada romántica. Y esta articulación hace que cobre especial relieve una escritura en la que Juan Carlos Suñén va dejando oír el paso de la lengua, su historia en la deuda de cada presente, al tiempo que avanza con ella tensando la sintaxis e inventado palabras hasta despertar en el lector la impresión de que dentro de la propia lengua anida un idioma extraño, una voz no hablada con la que aún es posible alcanzar a decir lo que nunca se ha dicho.