ArteReseñas de libros

Caprichos, Desastres, Tauromaquia y Disparates

Por Mario Sánchez Arsenal.

 

Francisco de Goya

Caprichos, Desastres, Tauromaquia, Disparates (introd. Sigrun Paas-Zeidler)

Barcelona, Editorial Gustavo Gili, 216 p., 15 euros

ISBN 9788425209802

 

Partiendo de la versión aparecida en la Verlag Gerd Hatje (Stuttgart, 1978) la editorial Gustavo Gili nos brinda la séptima tirada de la reedición de las cuatro series gráficas completas de Francisco de Goya (1746-1828), Caprichos, Desastres, Tauromaquia, Disparates. Una reedición muy oportuna a tenor de las convulsiones sociales que se están viviendo en todo el mundo y de la actualidad que, a pesar de su edad, aún hoy tienen las estampas de ese Goya satírico y denunciante, siempre encubierto pero sin pelos en la lengua a la hora de hablar de realidades.

 

Corría el 6 de febrero de 1799 cuando Diario de Madrid anunciaba que en el número 1 de la calle del Desengaño estaba disponible la serie de los Caprichos goyescos, compuesta por ochenta láminas distintas en las que se ilustraban las diferentes situaciones sociales derivadas de un, por entonces, sistema estamental. A su vez, había lugar para una protesta encubierta que iba y venía en todas direcciones como sólo Goya sabía administrar. Los Caprichos goyescos, según el mismo texto del anuncio de venta, eran una crítica de las equivocaciones y de los vicios humanos, que no había seguido a la naturaleza porque en la naturaleza no se habían encontrado, hasta el momento, extravagancias semejantes, que sólo en la imaginación del hombre podían germinar. No quiso –seguimos sobre el texto del anuncio mencionado– ridiculizar elementos concretos. La pintura, así como la poesía (imposible no rememorar el ut pictura poiesis horaciano), selecciona de lo común aquello que sirve a sus fines. Si el resultado de combinar estos ingredientes comunes y las circunstancias peculiares que la naturaleza reparte en muchos individuos es una reproducción lograda, el artista habrá merecido por ello el nombre de inventor y no el de copista servil.

 

Para la serie de los Desastres de la Guerra tendríamos que avanzar en el tiempo unos diez años, en pleno conflicto con la Francia feroz de Bonaparte, cuando Goya toma contacto con el desastre genuinamente trágico y desesperado de la muerte ya desde Zaragoza, llamado por el general Palafox para que contemplara la atrocidad de la guerra. Es la menos unitaria de todas las series del pintor, tanto por la temática como por la técnica empleada o las dimensiones de las planchas de cobre utilizadas. Trabajó en ella de 1810 a 1820 y, como en el transcurso de la guerra era dificultoso procurarse el material que necesitaba, se sirvió de lo que estaba a su disposición, en muchos casos precisamente no lo más adecuado. Para los bocetos, por ejemplo, prefería el papel holandés importado, pero tuvo que conformarse con papel nacional. Estas y otras teorías dan cuerpo a la tesis de un desarrollo progresivo en el estilo del proceso de producción de la serie.

 

Llegamos hasta mayo de 1814. Fernando VII disipa la duda y desgraciadamente las pretensiones de Goya de publicar la serie de los Desastres. A punto de cumplir setenta años, el pintor escogió un tema políticamente inocuo: el deporte nacional español, la corrida taurina. En dos años y medio la serie estaba completa, el 28 de octubre se colocó el anuncio publicitario en el Diario de Madrid, y la venta también podía llevarse a cabo a razón de láminas individuales, 10 reales por una lámina y 300 por la serie completa, que constaba de treinta y tres. Goya no fue el primero en hacer una serie ilustrativa de la fiesta de los toros, antes, Antonio Carnicero ya lo había hecho, cosechando un éxito apabullante. Quizás fue el mismo predicamento que el pintor aragonés presupuso para su serie, lo que pudo resultar un efectivo acicate para él dadas las estrecheces económicas. Sin embargo, la serie de Goya carecía del colorido folclorista de la de Carnicero; tampoco se limitó a las escenas de primer término desde la barrera, sino que indagó en la fiesta misma, hurgando en su historia y cuestionándola como un hecho más amplio que un simple entretenimiento. Desde que la Casa de Borbón ocupó el trono español en 1701 el interés de la nobleza por las corridas de toros decreció. Y es que fue el pueblo quien desarrolló un sensacional gusto por el espectáculo durante el siglo XVIII y lo convirtió en un arte que requería disciplina, habilidad, inteligencia y valor extraordinarios. Como dato anecdótico, y no menos simbólico, está la imagen con la que Goya cerró la serie: la trágica muerte del famoso torero José Delgado Guerra –conocido con el nombre de Pepe alias Illo–, fallecido por asta de toro en la plaza de Madrid el 11 de mayo de 1801. Hay que decir que en 1816 Goya regaló a Ceán Bermúdez una serie completa que incluía una supuesta lámina 34 (Modos de volar), no incorporada en la compilación oficial por su autor, y que puede ser una metáfora exegética de cómo sin brujas, sólo con la razón y las fuerzas personales, se puede dominar a cualquier oponente. Igual que el pueblo llano frente a los toros. De esa manera Goya convertía lo que antaño había sido entretenimiento de privilegio de la nobleza en un guiño artístico de una gran ternura para el pueblo.

 

Cierra este esplendoroso libro la serie de los Disparates. En el arco temporal que va desde 1815 hasta su definitiva marcha a Burdeos en 1824 Goya apenas si recibió encargos. Se dedica por el contrario a los libros de bocetos y a su obra gráfica. No había sido publicada aún la Tauromaquia cuando ya comienza a trabajar con el afán de reflejar sus comentarios críticos hacia la situación política. Estos Disparates, por ejemplo, no se publicarían hasta cuarenta años después de su muerte, a los que se dio el nombre de Proverbios. Constaba de 18 láminas más otras cuatro que estaban en manos de particulares, que posteriormente dieron a conocer en 1877 a través de la revista francesa L’Art. La serie refleja temas ya tratados por el pintor en otras ocasiones. Cuerpos de hombres deformes, rostros petrificados de mujeres, ausencia de elegancia, movimientos poco angulosos como los de las muñecas mecánicas, son rasgos que nos permiten hablar sin mucho error de una especie de danza fúnebre de la decadencia española. Acuñó su mundo pictórico en parábolas referidas al caos reinante en España. Todas las láminas destilan horror, zonas incultivables de dolor y soledad, cielos impenetrables. Rara vez concede Goya al espectador la mirada desde arriba como aquí. Así y todo, viejo y rondando los ochenta años de edad, nunca quiso reconocer como patria esta España disparatada de Fernando VII. Todo su desasosiego lo cifró a la posteridad para que incluso hoy, desgraciadamente, nos veamos metafóricamente reflejados en él. Lo dicho, Goya, un oráculo humano y, si se me permite la licencia, un hombre del siglo XXII.

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