La adoración
La adoración
Juan Andrés García Román
DVD ediciones, 2012.
Cuando se hace una reseña, pueden ocurrir básicamente dos cosas. Que el crítico posea el acerbo cultural necesario para ofrecer una explicación satisfactoria de la obra, o que no. En este caso, me encuentro en la segunda coyuntura. La adoración, de Juan Andrés García Román, presenta demasiadas lecturas como para intentar sintetizarla en unas cuantas claves. Personalmente, creo que cabe situarla dentro de ese conjunto de pocos libros que ostentan el mérito de haber logrado aglutinar coherentemente una diversidad de tradiciones, anteriormente vistas como inconciliables, para lanzarlas al futuro transformadas en un nuevo modelo, en una nueva estructura paradigmática.
La pasada navidad le regalé un ejemplar a mi padre. “Pero esto es prosa”, me dijo. Pues no, es poesía, o no es ninguna de las dos cosas. De hecho, no es la disposición del texto lo único que nos remite a la prosa, sino la hilazón argumental que orienta la narración lo que nos recuerda a aquellos confines literarios en los que la distinción entre poesía y prosa rara vez se presentaba tan nítida como actualmente, cuando el verso aparecía vinculado a la música y a celebraciones corales en las que se declamaban lo mismo hechos históricos o míticos (épica) que cantos de bodas y otras composiciones amatorias (lírica). Resulta muy natural, por tanto, que diversos indicios continúen remitiendo hacia aquella genética común, como se aprecia en los grandes poemas épicos, un género intermedio cuya estructura narrativa comparte ciertos puntos con la de los llamados cuentos maravillosos, y son precisamente algunas de esas funciones narratológicas las mismas que orientan el transcurso de La adoración, hecho que Juan Andrés García Román no tiene inconveniente en llevar hasta la superficie de la página de ese modo tan suyo, patente ya en El fósforo astillado, que podemos reconocer como uno de los rasgos característicos de su producción, me refiero a esa capacidad para fundir en un solo discurso la inocencia con el conocimiento, la parodia con la melancolía.
Nada más. ¿Era una burla? ¿Una tragegegedia? Yo estaba aterido. Había cumplido todas las normas del juego una a una, cada objeto maravilloso del cuento maravilloso y su estructura, pero nada, ninguna explosión. Una hormiga si acaso. Sentí miedo. Iba a morir –como todo hombre-, pensando en ti –como algún hombre-, sin ti –como de nuevo todo hombre. Una niña, la niña y luego una niña.
Pero sería largo y probablemente infructuoso extenderse demasiado intentando acotar la pertenencia de género en el caso que nos ocupa, bastaría recordar a Aristóteles señalando la insuficiencia del metro como garante de artisticidad o a Roman Jakobson demostrando que la publicidad recurre a los mismos procedimientos retóricos que el verso, por no citar los numerosos ejemplos de prosa poética o el empeño de los novelistas, ya desde finales del XIX, por librarse de la obligación de narrar algo.
Así pues, ¿qué es La adoración? Se me ocurre, de manera intuitiva, asociarla a una obra tan diferente como pueda ser Platero y yo, tal vez porque el conocido realismo de la literatura española hace que sus referentes más próximos se encuentren en otras tradiciones, en particular la anglosajona o la alemana, pero también la francesa, en las que no resulta extraño hallar esa conjugación de fantasía y naturalidad, de lo onírico y lo empírico, lo adulto y lo infantil, que tan ajena resulta, salvo contadas leyendas, a la narrativa española y que sólo destaca excepcionalmente en el verso –si obviamos el universo mitológico- con algunos libros de Lorca, Aleixandre, Alberti y, en general, con aquellos que supieron sumarse a las vanguardias antes de su destierro -del que volverían, renqueantes, durante los 70. En otras tradiciones europeas, sin embargo, es plausible escribir que un oficinista se vuelve cucaracha, que un viajero platica con gigantes o que un doctor acaba encarnando a su doble, por ejemplo. Habría, entonces, que relacionar La adoración con títulos como Alice in Wonderland, The Wonderful Wizard of Oz o Peter Pan, con los que comparte el brillo de la mirada infantil, pero, más que una obra escrita para un público infantil (¿lo es Alice?), este sería un poemario compuesto desde una mano infantil. Por otra parte, a diferencia de las mencionadas, La adoración no se puede entender tampoco como simple prosa, sino como una textualidad mixta –a veces poema épico, a veces operetta, otras una novela de indagación psicológica-, es decir, un lugar imbricado en donde lo poético no se reduce al mero gesto decorativo, en donde lo poético es una dimensión vertebradora y medular. Y por último, La adoración también se diferenciaría por su evidente dimensión metapoética, debiendo leerse como una proyección estilizada de las inquietudes en torno al quehacer literario y vital del autor, inquietudes que abarcarían desde las transiciones del espíritu romántico (Hölderlin) hasta las más recientes crisis de la modernidad (Rilke, Bachmann, Celan), llegando incluso a tomar en ocasiones tintes de fábula orwelliana.
Pero, sin duda, y como decía, La adoración es susceptible de otras muchas lecturas, y si esta máxima debería ser aplicable a cualquier obra, en su caso parece casi una obligación. Otros habrá que sepan recoger mejor que yo las sondas de profundidad que este libro merece.
Está bien, pero corrijan por favor la errata de «acerbo»