Poesía

Carlos Pardo

CARLOS PARDO









Por Jorge Díaz Martínez
 


La poesía de Carlos Pardo se sostiene en un tono autoparódico que la lleva a concebirse como un juego de estética sin mayores pretensiones. Tiene pocos poemas que aspiren a ser completamente serios. No es que se trate de un poeta de humor, sino que la conciencia de los principios formales e ideológicos del tipo de poesía que aparentemente practica le permite, o quizá le obliga, a que ese discurso que ya no le es posible tomar en serio se convierta en el objeto de su acción. No ha de volver a escribir los mismos poemas que heredó, pero tampoco puede deshacerse de su genética, por lo que su salida –en concordancia con la que ya tomaron otros escritores en situaciones semejantes de agotamiento del repertorio- es la deconstrucción de las bases de su propia escritura. A partir de ahí, su trayectoria evoluciona desde la añoranza de un sujeto no escindido, formulada como esa mirada irónica que pulsa la distancia respecto a la identidad presente (“Esperar que alguien vuelva./ Y al esperar no sabes quién se aleja.”) hasta un sujeto atrapado en las formas, pero no tan a disgusto (“Esta obra me tiene sujeto”).
 




BIOGRAFÍA DEL AUTOR


Fotografía: Laura Rosal
 


Carlos Pardo nació en Madrid en 1975. Ha publicado El invernadero (Hiperión, 1995), Desvelo sin paisaje (Pre-textos, 2002) y Echado a perder (Visor, 2007). Ha epilogado Tratado de urbanismo, de Ángel González (Bartleby, 2006, 2008), prologado El cielo a medio hacer, de Tomas Tranströmer (Nórdica, 2010) y editado Hace falta estar ciego. Poéticas del compromiso para el siglo XXI (Visor, 2003) junto a José Manuel Mariscal. Ha traducido junto a Elizabeth Zuba y preparado la edición de La familia americana. Antología de poesía de Estados Unidos (Córdoba, 2010). Codirige el festival Cosmopoética. Ha publicado también la novela Vida de Pablo (Peroférica, 2011) y su poesía reunida, Hacer pie (HUM, 2011). Ha trabajado como pinchadiscos y librero.






 
 





NO SIN PERDER EL HILO

 
Bajo el pequeño foco
que formaban los árboles
una tarde perfecta de verano,
leía a Yves Bonnefoy
no sin perder el hilo
por lo bucólico de aquel refugio.
 
Esta planta canija
la recuerdo de aquella granja escuela
a la que fui con el colegio en 4º.
Crecía alrededor de los servicios,
pegada a la madera. Fue un mes calenturiento
pero con lluvia
y barro, lo recuerdo:
esperar
a que escampase
con un cómic de Astérix: Los Laureles del César.
 
Paz,
apoyada en mi pecho,
la cara descansando a la sombra de un libro
—Los monederos falsos—, vivía en otro mundo
del que yo me escapaba, a cada rato,
para cumplir conmigo y el presente
leyendo un verso más
hasta cansarme
y deducir —sin gusto—
que cada intensidad de este momento
tiene su referente en la memoria.
 
(de El invernadero)
 
 
 
YO TAMBIÉN LO TITULO AMOR FOU




El mar fue gris
o amarillo,
a pesar
de no tenerlo en cuenta.
 
Medía el brillo de la piel,
su precisión de aguja
pespuntando tristezas:
—La nuestra no es historia conyugal.
Trueque de pulsos, ajedrez del dolor…—
Mi nerviosismo.
La dulce economía de su espera.
 
En la orilla
de noche
no se soporta solo
el peso de los astros.
 
De la costa salimos sin sorpresa.
 
 
 
UN DOS PIEZAS




Al final del poema estaré yo.
Me reconoceré por la misma tos seca
que da ritmo a los cambios
y por una sonrisa diluida
en pudor criminal. Autorretrato:
la excusa por la voz venida a menos,
moral de desayuno y hermetismo
sin centro. La sorpresa
no la provoca el interior partido,
sino lazos de humo
como arterias del ánimo,
líneas voluntariosas como olas en racha:
 
ponen a régimen la historia del carácter,
tensan las decisiones,
dan al azar grisura de amigos con pareja.
 
Una mañana
me dejó a orillas del hogar
—no en uno de esos despertares
que abren un día falso, paralelo
y desmenuzan la memoria,
sino en la merecida realidad
de tres años después
con gente más estúpida,
vapor, muebles sin gusto, laxitud,
tacto dominical algo forzado—
y yo pasé de incógnito ante lo repentino de las huellas
y di a la confianza camuflaje de asombro.
 
¡Arrópame, dolor,
carne despierta,
no me abandones en la sequedad
ni en una tristeza
de patio interior!
El ombligo no nutre, más bien da
separación: abajo
bien dotado para la elegía;
arriba, las pestañas,
escobas desdentadas,
barren casquillos.
 
Biografía: pretexto
para los funerales del destino.
Una suma de fugas.
Esperar que alguien vuelva.
 
Y al esperar no sabes quién se aleja.
 
(de Desvelo sin paisaje)
 
 
 
Un oasis: El-Habla


Quien regresa
no del desierto
sino del autobús que viaja
de un oasis a otro,
no ha aprendido a callar.
 
Equidistante
de Marruecos y Libia,
los idiomas lo hallan clavado junto al cauce
de una conversación prehistórica.
Da fe de las estrías del aliento,
del deterioro artesanal.
 
En la necrópolis
un perro escarba
la escombrera del cielo.
El cinturón de aljibes
adorna el vientre estéril.
 
De espaldas a la foto de grupo,
la duna espera la llamada al orden.
 
 
 
Sáhara. Carretera de Timimoun a Adrar


Cada poeta busca una porción
de horizonte: las sombras en cuclillas
como gárgolas con un largo chorrito
reinterpretan el mito de la caverna.
 
Y de nuevo a otro hotel a olvidar
la miseria de ver la nuda máscara
del desierto —y su compensación
en el grabado de los cinco sentidos.
 
Un viajero transpira,
llega a las rocas,
lame
su mole blanca,
bebe agua dura sin alfabetizar,
tiende una red en las genealogías
donde el paisaje se disfraza
y la demolición comienza en el oído.
 
El ámbar de una grúa.
El sueño de albos lofts.
La rama en el confort
de un confeti de tickets.
 
Esta obra me tiene sujeto.
 
(de Echado a perder)
 
 
 



UNA SEMANA


 
En la primera ecografía no
tenía corazón.
 
Una semana amando
tres centímetros sin corazón.
 
Y lo más parecido
a la pequeña mancha
negra era un pequeño
 
ataúd. Un nudo del tamaño
de un huesito de pollo
en la garganta.
 
Y lo más parecido a amanecer
velando tu respiración:
el jadeo del mar bajo un cielo de estaño.
 
Recordé a un poeta
cantor de la familia
tardocapitalista
y te hizo gracia.
 
Una semana después
la libertad.
 
(inédito)

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