"Nadie", de Aurora Pimentel Igea
«Nadie», un relato de Aurora Pimentel Igea.
Comenzó tras un viaje al volver a casa, un edificio moderno e impersonal de discretos apartamentos anónimos. Algunos de alquiler por meses eran lugares de paso. Allí nadie parecía existir o importar a nadie. El portero siempre ausente, como si no estuviera, perdido en el garaje o en los sótanos, un fantasma casi. Solo de vez en cuando veía a alguna pareja a la que saludaba, a un anciano jubilado y sordo como una tapia, o a una mujer permanentemente enfrascada en una conversación por el móvil. Pero lo habitual era no cruzarse con nadie. No había ni un alma. Solo la luz fría y blanca que nunca se apagaba iluminando pasillos, escaleras y el portal inmaculado. Alguien limpiaba todos los días y lo hacía meticulosamente, sin que se le viera y en silencio, quizás muy temprano por la mañana.
Hasta aquel otoño, el segundo tras la mudanza, no había percibido más que pequeños ruidos puntuales que le acompañaban en su rutina. A las seis y media oía la ducha del vecino de al lado, el agua cayendo con fuerza y luego goteando. Un grifo no cerraba bien. A veces un taconeo lejano de alguien antes de quitarse los zapatos y desplomarse agotada en su cama. De lunes a viernes la puerta de quien vivía enfrente, seguramente un funcionario, se abría y cerraba dos veces, a las siete y media y a las tres y algo. El resto del tiempo el edificio era un apacible cementerio pulcro y solitario. Todo en orden, en calma, perfecto para trabajar en casa. Se estaba bien en aquel ático donde el sol entraba a raudales.
Pero algo cambió en septiembre, al volver de las vacaciones, cuando empezó a instalarse aquel llanto nocturno. Primero fue de manera esporádica. Cuando octubre llegó, sin tregua, no le daba descanso. Empezaba como un maullido lejano de gata en celo, inaudible casi, una queja lánguida y muy larga que acababa por extinguirse para volver luego con más fuerza, transformado en un lloro nítido y claro.
Al mal dormir de los cincuenta años se le sumó despertarse en mitad de la noche. Al inicio se levantaba de la cama intentando averiguar de dónde procedía aquel llanto, extrañada de que nadie saliera como ella al pasillo, o bajara en el ascensor, casi sonámbula, vagando piso a piso, tratando de buscar el origen, una puerta donde llamar, alguien.
Tras varios expediciones nocturnas se dio por vencida. No era de un apartamento determinado. El llanto parecía nacer de las entrañas del edificio, de las tuberías, de la calefacción apagada en el sótano al lado del garaje. Brotaba ahí, en los cimientos casi, y subía por las paredes y los muros de carga. Ascendía también por el hueco del ascensor y el de las escaleras hasta la octava planta, hasta su casa. Pero nadie más parecía oírlo, y si lo oían, no les molestaba. Volvió así el pasado enterrado. Examen médico, firma de consentimiento, el olor, la luz cegadora y helada, la facilidad del procedimiento, su rapidez y asepsia. Después la nada. Después nadie. Todo en menos de una hora hacía más de veinticinco años.
Un día al salir de casa le vio. Había un carrito en el portal, delante de las escaleras que daban a la puerta de la calle, esperando a un lado del ascensor. Estaban a punto de sacarle de paseo, las sabanas con tira bordada, primor de abuela o quizás una compra en una tienda cara. Se le quedó mirando. Dormía agarrado a un pingüino negro y blanco que mantenía sus pupilas amarillas inmóviles en una manta. Hacía fresco ya y todo el mundo comenzaba a abrigarse.
Fue solo un instante de descuido, apenas unos minutos. El portero, naturalmente, ausente. La madre de espaldas abriendo el buzón y haciéndose un lío con tanta llave. No había nadie. Nadie miraba.
Ella se acerco entonces con sigilo por detrás y sin dudarlo. Fue rápida y silenciosa. Extendió la mano. Le acarició una mejilla con suavidad. Estaba caliente. La diferencia de temperatura o el tacto le despertó. Pero no estaba enfadado ni sorprendido, todo lo contrario. Sonrío abiertamente y emitió un gorjeo como si la conociera, bien abiertos los ojos, observándola.
«Buenas tardes…»
La madre se había vuelto y saludaba con las cartas ya en una mano. Con la otra empujaba el carrito de nuevo y lo giraba para intentar bajarlo. Siguió hablando de modo amigable.
«… Y este dormilón menos mal que se despierta… Así está todo el santo día y la noche entera, durmiendo, ni lo sentimos, ¿sabe?, siete horas seguidas de sueño, un bendito… Ceporro, que eres un ceporrillo… ya puedes reírte, que lo eres…”
Le ayudó a bajar el carrito por las escaleras que daban a la calle. Luego sujetó las puertas de cristal, transparentes y grandes, para que pasaran niño y madre. Después dio dos vueltas a la llave. Un cartel se lo recordaba a todos los vecinos. Si salían y entraban, y el portero no estaba, el portal debía permanecer cerrado para que no entrase nadie ajeno al edificio. Nadie.
Hola Aurora:
Gracias por este nuevo relato. Me ha gustado mucho.
Te seguiré leyendo, pues tu estilo me encanta.
Un saludo muy cordial.
Aurora, me ha encanto leer tu relato.
Un besazo enorme.