El retrato de casada (Maggie O´Farrell): lo que queda oculto bajo las capas de pintura

MARIANO VELASCO.

No le pondrá ni un solo pero, más bien al contrario, todo amante de la historia, la literatura, la pintura, en definitiva, de la belleza a esta excelente y deslumbrante narración y recreación de la vida de Lucrezia de Médici que nos retrata con prodigiosa paleta de finísima pintora la irlandesa Maggie O´Farrell en El retrato de casada, una bellísima pero también amarga reflexión sobre el papel de la mujer en la sociedad aristocrática de la Italia del siglo XVI.

Es el de la vida de Lucrezia de Médici un relato que engancha de principio a fin, pero del que si hubiese que destacar un momento sobre el resto este sería sin lugar a dudas su brillante final, merece pues la pena esperar. Y más mérito tiene aún esto tratándose como se trata de un relato histórico del que conocemos el desenlace, porque la propia referencia histórica con la que arranca la novela así nos lo cuenta:

“En 1560, a los quince años de edad, Lucrezia di Cosimo de Medici salió de Florencia para iniciar su vida de casada con Alfonso II d’Este, duque de Ferrara. Morirá antes de cumplirse un año. La causa oficial de su muerte sería “fiebres pútridas”, pero se rumoreaba que la había asesinado su marido”.

Pero no. No está todo dicho. Queda mucho por contar. Solo había que saber cómo hacerlo. Y la autora de la exitosa Hamnet lo sabe hacer con impoluta brillantez. ¿Cómo lo logra? Primero, con una manera de narrar exquisita, sobre todo cuando se recrea en las descripciones de ambientes palaciegos como si de verdaderos cuadros se tratara. Así nos pinta la boda de Lucrezia:

“Y allí, en la escalinata de Santa María Novella, Alfonso le aprieta la mano mientras el sol cae sobre ellos, sobre la multitud, sobre la piedra entrecruzadas de la plaza, sobre las murallas del palazzo, sobre las calles, las alcantarillas y los arcos, sobre los rojos tejados de toda la ciudad y sobre las montañas, los árboles, los campos y todas las tierras de alrededor”.

Después, con la creación de deliciosos personajes, cortesanos, criadas, cuñadas, marido… y, por supuesto, la propia Lucrezia, una mujer, una niña más bien por su edad, con una personalidad arrolladora, inteligente, creativa, bondadosa, con sus dudas y sus desesperanzas,  pero sobre todo con fuertes convicciones que la hacen ser capaz de enfrentarse al ambiente opresor que la subyuga, al que sabe plantar cara de la misma manera que un día, cuando era pequeña, fue capaz de sostenerle la mirada a una verdadera fiera:

“Lucrezia y la tigresa se miraron un largo momento, la niña tocándole la espalda, y el tiempo se detuvo para ella, el mundo dejó de girar. Su vida, su nombre, su familia y todo lo que la rodeaba retrocedió y desapareció en el vacío. Solo era consciente del latido de su corazón y del de la tigresa, del pulso entre las costillas que inundaba las venas de sangre escarlata impulsándola y expulsándola. Casi no respiraba; no parpadeaba”.

Absolutamente maravilloso, sugerente, original y sorprendente ese final al que aludíamos antes, en el que se diría que O´Farrell se las ingenia para utilizar como recurso narrativo esa misma característica de la pintura a la que se alude en varias ocasiones en la novela, esto es, la posibilidad de descubrir antiguos dibujos ocultos bajo las sucesivas capas de pintura. Pues lo mismo parece hacer O´Farrell con la escritura, de manera que ficción y realidad se entremezclan en sucesivas capas narrativas creando un relato con la justa ambigüedad que por sí sola es capaz de embellecer una verdadera obra de arte.

Volviendo para terminar a eso que decíamos al principio de los “peros”, puestos a sacarle alguno al excelente relato de O´Farrell este sería que hay una parte de la narración en la que tal vez se eche en falta que sucedan más cosas. Así ocurre al menos hasta que aparecen los dos aprendices en la Delizia, momento a partir de cual se desbordan los acontecimientos y estalla sutilmente (aquí casi todo sucede muy sutilmente) por los aires toda supuesta monotonía, incluida la matrimonial. Sin embargo, O’Farrell sabe suplir esa falta de acción con su capacidad deslumbrante para la descripción, además de con los continuos saltos temporales que propone que, entre otras habilidades, nos mantiene desde el principio con la intriga de la supuesta intención del marido de acabar con la vida de la protagonista.

Eso sí, téngase en cuenta que para saber qué hay debajo del sugerente lienzo que es El retrato de casada, vamos a tener que ser capaces de indagar, como hacen los mejores restauradores de arte, entre capa y capa de pintura.

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